sábado, 9 de mayo de 2009

Crónica de una muerte anunciada

Conforta el esfuerzo sobrehumano realizado en casi todo momento y, especialmente, la dignidad de los últimos y desesperados zurriagazos por rescatar las cenizas que se lanzaron al mar desde la cumbre más lejana.
Resulta imposible e indigno reprochar nada a quien terminó doblado por el esfuerzo, a quien no puede explicarse porque los jadeos se lo impiden, a quien se le quiebra el alma de dolor y se rompe en mil pedazos de rabia cuando por fin asume que todo está perdido.
Es bien cierto que cuando sonaron las cornetas de alarma se echó en falta alguna heroicidad o algún gesto desesperado para alertar del peligro y salvaguardar al pueblo, pero no hubo nada, ni tan siquiera silencio.

Queda claro que faltó algún elemento sorpresivo, como el francotirador oculto en el torreón más inaccesible, el puñal que se disimula bajo el calcetín o el as de picas que tiene a la manga por coartada. Sea como fuere, no apareció ese factor revulsivo y fue inútil cualquier intentona por más cargada de corazón que estuviera.

Me permitiré el lujo de asegurar que nunca hubo estrategias, sólo emoción, sinceridad y complicidad, intercambio de palabras reales y diáfanas, de dimes y diretes que no impregnaban de rencor el alma pero que la lastraban con lentitud a medida que el reloj seguía su curso.

No fue una derrota más porque nadie salió airoso. No se ganó ninguna batalla ni se hirió de muerte al enemigo. No hubo ni ensañamiento ni premeditación ni alevosía. Sólo se trató de la crónica de una muerte anunciada.

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