domingo, 22 de noviembre de 2015

Sólo 10 cosas del Real Madrid - FC Barcelona, por un humilde juntaletras

1 – Benítez pone a un equipo que no se cree y no sé si lo hizo para que la gente lo vea y esté contenta o porque se lo dijo alguien. No entendí esa media presión con la defensa tan adelantada con los jugadores que tenía y me parece que muchos tampoco entendieron nada.

2 – Sergi Roberto tenía que jugar ayer igual que se ha merecido jugar siempre hasta ahora. Y ojo, que también se ha merecido que le dejen jugar mañana.

3 – Los centrocampistas del Madrid en sus equipos anteriores eran mediapuntas y muy buenos, por cierto. Siguen siendo muy buenos pero no juegan en su sitio. Tienen que correr para arriba, para abajo y por los tres de arriba. Y acaban sin piernas, sin pulmones y sin ideas.

4 – Suárez y Neymar son muy buenos pero nunca serán como Messi. En parte, porque tendrían que aprender de él o de Iniesta a no tirarse cada vez que les tocan.

5 – El Madrid tiene tres mantas arriba y urge, por el bien del fútbol y sobretodo por respeto a la afición, que corran, que se muevan o que suden.

6 – Dejé de entender a Benítez cuando cambió a James, que estaba siendo y que es el mejor jugador del Madrid, por Isco, que no es jugador para el Madrid.

7 – La reacción del Madrid duró ocho minutos y se acabó en cuatro, que fueron los que pasaron entre el gol de Iniesta, el inexplicable cambio de James y la entrada de Messi.

8 – La afición del Madrid es extraña. Un día aplauden a Ronaldinho o a Iniesta y otro corean el nombre de Isco por autoexpulsarse con una entrada lamentable o ponen pancartas a favor de Mourinho.

9 – El Barça pudo haber metido tres goles más si no es por Munir, igual que el Madrid pudo haber marcado un par si no es por Bravo, no lo olvidemos.


10- Cristiano Ronaldo no le llega a Messi ni a la suela de los zapatos. Ni ayer, ni anteayer, ni hoy, ni mañana. El que crea que son los dos mejores jugadores del mundo, que siga engañándose y vuelva a repetirme los goles que mete cada uno. Mientrastanto, yo seguiré viendo partidos de fútbol. 

miércoles, 18 de noviembre de 2015

XXVIII Marxa Popular dels 20kms de Platja d'Aro

Llegaba habiendo corrido poco y mal desde hacía tiempo. Ha sido un año en el que he acumulado muy pocos kilómetros a pie y en el que creo que me he estancado. Los ritmos no han mejorado aunque tampoco he puesto mucho de mi parte, sinceramente. Incluso ha habido semanas en las que no he salido a correr y siempre he encontrado alguna excusa de mal pagador para no ponerme las zapatillas. La pereza se paga como todas las facturas. 
El pasado domingo tuve que luchar durante poco más de dos horas contra mi mismo, contra un cuerpo que no respondía a lo que le pedían las neuronas; una pelea interior de aquellas que crees que recordarás toda la vida porque te enseñan más de lo que imaginaste. 



La salida fue rara por lenta. Al contrario que otras veces, se despegó tranquilamente. Quizá es que mucha gente sabía por donde íbamos a meternos, ya que en apenas tres kilómetros empezaba una subida larga y que tenía pinta de ser dura. 



Esta era la única parte del circuito que no conocía pero pude hacerla bastante bien. Habíamos llegado al techo y al primer avituallamiento. Una parte difícil estaba completada. El drama es que aún quedaba mucho. 
Tocaba economizar esfuerzos para encarar una bajada larga por pista ancha y luego un llano entre campos que nos dejaría en un camino de ronda plagado de escaleras y con unas vistas preciosas. 



Con quince kilómetros en las piernas y con dos ediciones consecutivas a mis espaldas, sé que este sector puede ser fatal si no te has regulado. Dosificarse puede implicar bajar la cadencia, ponerse a caminar, apoyarse en un árbol y jadear varios minutos o bien sentarse en el suelo con la cabeza agachada y la mente en quien sabe donde.



Con dificultad acabé el sube baja para recorrer unos metros de playa. A esas alturas, empezaba a estar muy tocado. 



Al final del tramo arenoso, se empezaba a subir escaleras y a trepar por rampas durante un buen trecho. Y fue ahí, ya con casi dieciocho kilómetros encima, cuando empecé a recordar como arde el infierno. Pulsaciones rápidas, pasos lentos. La explicación es obvia y el cansancio también. 



Llegué a la cúspide, miré el reloj y vi que no podría acabar en menos de dos horas ni aunque me hubiera subido en un avión. Me castigué un poco y maldije a todo lo que veía y a mucho de lo que pensaba. Hubiera sido un buen tiempo tal y como se presentaba la afrenta. Se tiran más toallas con la mente que con las manos. 



Maltrecho de arriba y de abajo y sin quererlo, estuve por asegurar para siempre que correr es una porquería. Craso error. El deporte nos pertenece y hay que quererlo del mismo modo que se quiere a la familia, adorable en ocasiones, latosa muchísimas veces, pero siempre entrañable; gente que no te juzga por tu última estupidez sino que hace media con todas las anteriores. 
Los últimos tres kilómetros fueron los más largos que recuerdo. Los hice por inercia y porque iba acompañado. Si llego a estar solo, creo firmemente que aún estaría caminando alrededor del río. 



Cuando por fin crucé la meta, lo festejé interiormente y sentí un alivio importante. En ese instante me daba igual la posición, el tiempo y todo lo demás. De hecho, cualquiera que llega tarde a un sitio puede celebrarlo porque a veces lo único que sirve es precisamente eso. La historia del mundo está jalonada de ejemplos de júbilos vanos e inconscientes, desde los que llegaron al Polo Sur y se encontraron otra bandera plantada, hasta los que descubrieron que ella tenía novio una vez iniciado el desembarco en Normandía. 



Con las piernas bloqueadas, intenté pensar en algo que me hiciera feliz pero no pude. Ni el bocadillo final, premio de honor para todos los que estábamos allí, era estímulo suficiente para valorar el trabajo que había hecho. 



Algo consternado y bastante lastimado en cuerpo y alma por haberme pasado cinco minutos del tiempo previsto, me fui por donde vine como Humphrey Boghart de Casablanca: sin la chica pero con la eterna aspiración de los que estamos habituados a quedarnos sin ella. 

lunes, 2 de noviembre de 2015

Gerunda Road 2015

Lo que sucedió entre el principio y el final es interpretable y vaporoso. Podrían darse 500 y pico versiones de lo que fue la carrera, una por ciclista. Los que hicieron la marcha corta, los que nos aventuramos con la larga y los que acabaron mezclando un poco de cada una porque se arrepintieron a tiempo y optaron por no asomarse por el embalse. Todos, incluso los que no pudieron acabar por algún motivo o los que estuvieron al pie del cañón organizando, dirigiendo o ayudando, tienen su historia.  
El recorrido largo constaba de 135 kilómetros con un desnivel positivo de 1700 metros, destacando la subida al alto de la Pedrallarga (20kms al 3,5%), al alto de Nafré (4kms al 6,5% con rampas del 14%) y al alto de les Encies (3,5kms al 4%). Sumémosle alguna trampa final que no estaba prevista de inicio y nos saldrá una marcha cicloturista mucho más que decente. 




La estrategia estaba clara. La idea era beber cada 15 minutos, una vez agua y otra sales y así hasta llegar quien sabe cuando. Además, tenía que comer cada tres cuartos de hora, empezando por las barritas y siguiendo por los geles, también hasta el final. 
Precavido que es uno, me presenté en la salida con dos horas de antelación. Me dio tiempo a desayunar, a vestirme, a hacerle las últimas comprobaciones a la bicicleta y a ver salir el sol, aunque se hizo de rogar. 



Las previsiones meteorológicas daban lluvia en algunas de las poblaciones por las que íbamos a pasar. Por eso y por el mal recuerdo de la casi hipotermia de La Rioja Bike Race, desde entonces y ante la mínima duda, la solución pasa por llevarme una mochila con un chubasquero aunque sólo sea para pasearlo durante horas, como en este caso. 
La temperatura era perfecta porque no iba a hacer ni frío ni calor pero cuando el termómetro es idóneo, el problema es como vestirte. Algunos van muy abrigados y otros van como si fuera pleno verano. Yo decido hacer una mezcla y me voy hacia la parrilla de salida. 
Nos advierten de que hay tramos peligrosos debido a la lluvia que ha caído en las ultimas horas y a que hay zonas muy húmedas y sombrías. Piden y vuelven a pedir mucha precaución, sobretodo en los tramos de bajada. 
Y se salió como si no hubiera mañana. Rodando en pelotón no tienes que preocuparte por muchas cosas, salvo por no tirar ni ser tirado. Así transcurrió la primera hora de carrera, salvando alguna complicación y sumando 31 kilómetros, algunos ya metido en el primer puerto del día. 


Esta subida es realmente larga pero entretenida. No tiene porcentajes duros y se hace cómodamente, amenizada sobretodo por las bonitas estampas que se van dejando atrás en cada giro. Las hojas muertas del otoño ayudan lo suyo. 


Iba ascendiendo en medio de un silencio majestuoso, roto a veces por los disparos de algún cazador. 

Tras coronar, me paré en el mejor avituallamiento que he visto nunca. Daban ganas de quedarse a vivir allí para siempre pero tras tanto rato subiendo, ahora tocaba bajar con cautela. 
Después de un descenso vertiginoso en el que fui adelantado por varios kamikazes, un par de motos de los Mossos d'Esquadra y una ambulancia, era el momento de enfilar la segunda subida del día y la más dura, según mi punto de vista. 


Había que retorcerse a ratos, no quedaba más remedio. La velocidad bajó considerablemente y desde mi posición, mirara a donde mirara, podía ver a un reguero de ciclistas cabecear cuando se pasaba por las rampas más empinadas de esta carretera tan preciosa como solitaria y que nos llevaba casi al techo de la presa de Susqueda.   
Se acabó subir y tocó bajar por un piso peligroso, medio mojado y a ratos bacheado que hacía presagiar caídas y/o pinchazos a mansalva. Tenía unas ganas tremendas de irme de ahí y salir a tierra firme porque había sufrido un pinchazo la semana anterior y esto va por rachas, como casi todo. Las vistas tan bonitas que iban sucediéndose mientras bordeaba el embalse a toda velocidad no sé si compensan el alto riesgo de incidente que había en ese tramo. 


Toqué asfalto noble y, a pesar de ello, no me sentí muy liberado porque sabía que el nuevo panorama no era el más adecuado en ese momento. Había que salvar un falso llano de 10 kilómetros que siempre picaban hacia arriba y que acabaron haciéndose larguísimos. Las rectas interminables me pesaron demasiado en la cabeza y las piernas, que hasta el momento iban finas, empezaron a molestarme.   
Tras 90 kilómetros, empecé a notar la fatiga repentinamente. El ciclista no es más proclive a la tentación que cualquier otro ciudadano. Lo que le distingue es el estado de extenuación. Agotadas las fuerzas, las debilidades mandan. Es el cuerpo llevado al límite el que invita a la mente a tomar atajos. A nadie hace más caso un enfermo que un médico. Por eso la única opción posible era la que me ofrecieron: chupar rueda. 
Así llegué al segundo avituallamiento, colocado en el pie del tercer puerto del día: echándole el aliento en el cogote a un forzudo. No valen más interpretaciones, por favor.  

Ascensión muy llevadera en condiciones normales pero que a esas alturas de la película no permitía muchas virguerías. 
Un compañero de fatigas no tan apuesto como el anterior, me ofreció colaborar y dudé un instante. Ante retirarme o insistir, decidí sucumbir en el intento, gloriosamente. La subida se pasó volando y, tras mirar el cronómetro, vi que podría acercarme a las 5 horas en la llegada si me daba algo de prisa. Por un momento, la sorpresa se insinuó pero la naturaleza iba a acabar por imponerse, como casi siempre. 
Siguió un tramo aburrido, también con muchas rectas de película de Alabama aunque esta vez tenían tendencia descendente. La buena noticia es que quedaban unos 25 kilómetros. El presente estaba siendo un tanto plomizo pero el futuro inmediato se avistaba deslumbrante. 


Antes de empezar el último tramo de subida, recibí un par de amagos de calambres que no pasaron de ahí. Nada preocupante mientras se navegue por mares en calma. 
Según mis cálculos, quedaban unos 6 kilómetros ascendentes con un porcentaje medio del 3,5% y el resto ya era bajada. No tenían que ser duros pero para mi lo fueron bastante. Había poco desnivel pero soplaba viento en contra y yo siempre pierdo contra el viento. 
Ahí sí que empecé a notarme cansado de verdad, de arriba y de abajo. Era el momento de la mente, de buscar algo que pudiera darle a los pedales. Si algo dignifica a los deportistas de a pie es la fuerza de voluntad y la ambición que tienen para ir superando las dificultades que van surgiendo en el camino. Hablando en plata: tener que sufrir para poder disfrutar. Y eso no es fácil, es casi imposible. Significa depender de uno mismo y saberlo. Significa tener que liberarse a ratos de todo lo demás. Significa ganar al cansancio y a la pereza y pactar las tablas con la suerte. Significa ser superior a todo lo anterior y darle chispa al cuerpo y a la cabeza, sobretodo a la cabeza. 


Pero no todo iba a ser rodar, comer y beber. También tuve que arreglar un pinchazo que tuve en plena bajada, cuando únicamente faltaban 8 kilómetros para llegar a la meta. Por suerte, solventé rápido el percance. Y es que todo no puede salir perfecto. Eso lo saben mejor que nadie los padres de tres niños o cuatro niñas, por ejemplo. 
Los últimos kilómetros, los de la satisfacción y el recuerdo, los hago con un grupo de 4 integrantes más. Se intuía un sprint final sano del que tenía ganas de ser partícipe pero me coloqué para avanzar y tracé mal una de las últimas curvas. Por allí me perdí. No obstante, mi desgracia me anima. Ya me tocará otro día, más adelante, quizás cuando se repartan más premios. 
La batalla acabó por todo lo alto, con varios centenares de soldados exhaustos y, por suerte para todos, con un único muerto: la mañana del primer domingo de noviembre. 



martes, 6 de octubre de 2015

1era Cursa la Serp de Fanals

Estaría una hora corriendo, se salía de al lado de casa de mis padres (hogar dulce hogar) y aunque la llegada era en otro punto distinto al de la partida, éste era aún más cercano, así que me pareció un buen plan para un sábado por la mañana apuntarme a esta carrera. 
A pesar de que no había mucha gente, salí desde atrás del todo y no me obsesioné con avanzar puestos, ya que conocía parte del recorrido y sabía que en cuanto llegara la primera rampa seria del día, muchos de los que iban por delante empezarían a perder fuelle. Y así fue. Los del montón aminoramos la marcha intentando que el corazón no se fuera de su sitio mientras los que iban a batirse el cobre se marchaban calle arriba como liebres. Si el destino no es eso, se le parece muchísimo. Una corriente oceánica que retiene a unos y empuja a otros. 



En poco menos de cinco minutos ya se había formado el grupo de los elegidos, de aquellos que casi podrían atropellarte si se lo propusieran. A falta de acontecimientos extraordinarios que rompan el guión, de imprevistos que les obliguen a sobreesfuerzos, a falta de locos que quieran ser héroes o muertos, los mejores siempre ganan. 
Algunos de ellos, viejos conocidos, llevan muchos años arriba del todo y no parece que tengan ganas de bajarse. Los campeones de larga duración tienen un mérito que trasciende de su talento. Son tipos con aura que escapan a las trampas invisibles y que nunca se rompen el radio o el trocánter. 
Yo, por mi parte, bajé un poco el pistón porque me notaba muy forzado y aún quedaba mucho. Encontré mi sitio en carrera pero me estaba costando demasiado esfuerzo. Me emparejé a otro corredor y estuvimos jugando al gato y al ratón durante un buen rato. 
En las subidas, si hubiera tenido una cuerda se la habría enlazado en el pescuezo. En las bajadas, lo rebasaba pero no conseguía cortarle. Decidí pensar que él tenía más fuerza de la que estaba enseñando y que en cualquier momento podría dejarme ahí tirado. Cara de póquer. Quien menos se cansa, quien menos se deja atrapar por el agotamiento, mantiene siempre un punto de lucidez por encima de los demás, sin que necesariamente sea por ello un finísimo estratega. 
Terminó por irse mientras yo repasaba lo que aún quedaba justo al llegar al segundo avituallamiento. Casi todo hacia abajo y poco hacia arriba pero la subida era un kilómetro seguido sin descanso. 


Lo afronté como pude y cuando encaraba el último descenso del día, tropecé con una piedra y me caí. Por suerte, nadie me vio o al menos eso sigo creyendo todavía. De estas situaciones, como el resbalón ridículo e inesperado que nos deja sentados en plena calle, sólo se puede salir airoso con una sonrisa que se disimule entre las carcajadas de los demás, ya que otra actitud sólo sirve para engrandecer el espectáculo. Únicamente está permitido llorar por el ridículo perpetrado en la soledad del dormitorio. 
Me levanté sin rasguños aparentes y corrí hacia la meta, donde algunos habían dejado de sudar hacía rato. Los vencedores tienen eso tan difuso que se conoce como clase y que permite a sus portadores sufrir con auténtica hermosura. Sé que suena raro pero es que no tienen otra manera de ganar. 
En estas carreras es donde uno se va forjando poco a poco, sin prisa y con cabeza. La madurez no es más que descorchar el champán sin rociar a las azafatas, cruzar la meta el primero y alzar los brazos sin más aspavientos o simplemente tocar tierra y ser consciente de lo que hiciste y analizarte, saber si estuvo bien o estuvo mal, si pudiste dar más o te lo dejaste todo. 
Pude hacerlo mejor y así me lo propuse en los días previos. Me faltó algo, como casi siempre, pero darle más vueltas ya no me servirá de mucho. Siempre es tarde cuando se llora. 



lunes, 14 de septiembre de 2015

Triatlón Olímpico Tossa de Mar

Cuesta encontrar el tono adecuado y alcanzar la justa solemnidad que exige explicar lo que fue una jornada personal importante. Se trataba del último carro al que subirme este año para hacer un triatlón y pude auparme a tiempo. A todos los que quise ir antes llegué tarde por desconocimiento, por lejanía o por desidia.
Estaba preparado para afrontarlo y, aunque me inscribí a última hora, llevaba meses sopesando la idea de apuntarme. La inspiración, como la suerte, te debe pillar en plena faena. 
Por suerte, no me dejé nada en el tintero y aunque aparcar fue un problema, estaba todo listo. 

Recogí el dorsal, dejé todo el material en el área de transición y me acerqué a ver el ambiente que se respiraba en la orilla. 
El traje de neopreno era opcional y como suele ocurrir en estas ocasiones, casi todos decidieron usarlo. 


El agua no estaba fría pero las ventajas que te aporta el atuendo hicieron que la mayoría de los 600 particpantes optara por ponérselo. Supongo que así podrían contarles luego a los suyos el tiempo tan bueno que consiguieron nadando. 
Yo no tengo neopreno y aunque me prestaron uno, decidí no usarlo. Hice una prueba en la piscina y el resultado no me gustó nada. Ponértelo y quitártelo es complicado y cuando lo tienes puesto, es incómodo. Además, para los que no tenemos mucha fuerza en los brazos, el movimiento es más limitado y te cansas mucho más. Imagino que cuando sólo has nadado una vez con él tampoco puedes sacar muchas conclusiones pero tenía claro que únicamente me lo pondría si el agua estaba congelada o era obligatorio.
En su defecto, y repitiendo que el agua no estaba tan fría (20,5ºC según los organizadores), me apliqué una crema con efecto calor (mano de santo, oiga) y al agua.
Me entró el pánico de siempre al nadar en aguas abiertas y con tantísima gente. El mar estaba muy picado y había muchas olas, de esas en las que sigues subido un buen rato por más que quieras bajarte. 



Ya de buen principio, dejé que pasaran unos cuantos y me abrí a la izquierda porque no me importaba nadar más metros de la cuenta siempre y cuando no recibiera golpes. Me costaba respirar y sabía que tenía que tranquilizarme para empezar a nadar decentemente. Para colmo, se me empañaron las gafas. Incluso pensé en irme a casa porque estaba pasando un mal rato. La clave era hacer que fuera sólo eso. 



Calculo que me costó unos 400 metros poder sosegarme y empezar a nadar bien. Acabé la primera vuelta, me saqué las gafas para quitarles el vaho y empecé la segunda parte, que me fue mucho mejor que la primera. Ya más tranquilo, pude empezar a remontar posiciones e incluso adelanté a varios neoprenistas.
Paradójicamente y aunque mi tiempo no fue bueno, salí contento del agua. Esto demuestra que en todo naufragio siempre puedes llegar a encontrarte una isla paradisíaca con agua potable y ardorosas nativas. 



Me sorprendió muy negativamente la cantidad de fulleros que había. Algunos se saltaron las boyas descaradamente y las pasaron por la parte interior ante la pasividad del personal de vigilancia. No vi que descalificaran a alguien por este motivo. Soy de los que piensa que no tendría que haber perdón para los tramposos.
Toqué tierra y vi que el reloj se había vuelto loco. Transicioné tranquilamente y el aparato no me respondía, así que tuve que dejarlo. Entonces me surgió un problema: no podría tener referencias ni de ritmos ni de kilómetros y, por ende, no contaba con mi único aliado para lo que me faltaba de carrera. Y lo peor es que ésta aún no había empezado. 
Llegaba el momento de encarar el sector ciclista. Conocía el recorrido y sabía que era bastante duro; de cuarenta y cinco kilómetros de distancia y con dos tramos de subida importantes, siendo el segundo de ellos una ascensión de casi diez kilómetros. Era mi única oportunidad y tenía que aprovecharla. 



Al subirme en la bicicleta me sentía muy fresco, liviano y con ánimos y piernas suficientes para acelerar en cualquier recodo o para sofocar la menor rebelión que pudiera surgir en los grupos a los que me iba adheriendo velozmente.
Me sentía como un niño. Concretamente, como el niño que surge detrás del abrigo, el forro polar, las manoplas de lana, la camiseta térmica y el gorro de inca. Todo eso en pleno verano. No conviene abrigar demasiado al atrevido. Se asfixia.
Empecé a adelantar puestos rápidamente y me entró la duda de saber si los demás iban muy despacio o yo iba muy rápido. Tal vez acabaría pagando en el puerto el buen ritmo que llevaba, pensé. 
Para los que en plena carrera hablan más de la cuenta, sólo decir que el ciclismo no es una batalla táctica. Lo olvidamos cuando diseñamos desde casa sesudos planes para detonar las carreras, normalmente animados por el frescor del aire acondicionado y las ganas de siesta. Es cierto que hay un margen para la estrategia, pero es pequeño. Además, de nada servirá el mejor cerebro militar si no está acompañado de dos vigorosas piernas. Napoleón no hubiera ganado ningún Tour, ni McArthur. Quizá sí hubieran sabido donde colocar la artillería, dónde dirigir el fuego y, en definitiva, como ganar la guerra; el problema estaría en el tren inferior.
Yo seguía bien de piernas y de respiración y no me hizo falta levantarme de la bicicleta para superar la primera ascensión. A partir de ahí, una bajada y un llano rápidos nos llevaban al pie de la última escalada del día. Se trataba de una serpiente interminable con infinidad de curvas calcadas y con sólo un par de leves descansos en la primera mitad del recorrido. El resto, muy tendido y sin rampas duras. 
Seguí avanzando y no me costaba alcanzar a los ciclistas que tenía a la vista. Mantuve un ritmo estable, sin cambios de ritmo y sin alardes pero con una buena cadencia que me permitía continuar rebasando a corredores.
Al coronar el puerto, dos amigos me dieron ánimos pero no me trajeron doping. Les compensé con un cambio de ritmo para la foto antes de coger una botella de agua en el avituallamiento. 



Llegados a este punto, empezaba un descenso revirado de seis kilómetros, con un asfalto rugoso y con algunas curvas de policía y ambulancia. Lanzar la bicicleta era temerario y coger velocidad, prácticamente imposible. El ciclismo no es un juego. Es la vida en equilibrio. Inestable, casi siempre.
En pocos minutos formé un grupo con dos más y pensé que quizás en ese tren bala viajaba una oportunidad remota pero real: arriesgar para recortar algo de tiempo del que acabaría perdiendo con total seguridad en el tramo de la carrera a pie. Los tres formábamos una fila india perfecta y seguíamos descendiendo mientras íbamos montados en el mismo alambre, igualados en los jadeos. 
A todo ciclista hay que pedirle valentía, agresividad y un punto de locura. Desde casa lo hacemos, incluso con cargante insistencia. Sin embargo, cuando el esfuerzo tiene visos de ser baldío o pone en riesgo muchas cosas, no tiene sentido reclamar nada más. 
Ya casi final se sucedieron rampas ascendentes (pocas) y descendentes (la mayoría), también con muchos giros complicados que pude salvar con algo de frenos y, afortunadamente, sin susto alguno. 



No está bien que lo diga yo, pero dejé la bicicleta y estaba seguro de que acababa de hacer el ciclismo de mi vida. Sin embargo, todavía quedaba algo más porque aún había demasiadas cosas por decidir, aunque no me lo pareciera o precisamente por eso. Basta dar algo por sentado para que se levante. 



Empecé trotando alegremente y  me extrañó que mis piernas respondieran de esa manera. No tenía referencias de ningún tipo pero con un correr lento y acompasado, completé la primera de las dos vueltas que había que dar a un circuito mitad urbano mitad boscoso. Tardaban en aparecer el flato y el dolor abdominal que suelen acompañarme y surgieron al empezar el segundo giro. No me engañé, y quizá hubiera debido: fui capaz de visualizar lo que iba a ocurrir antes de que sucediera. No me rendí, pese a todo. Si bien bajé bastante el ritmo, no me detuve en ningún momento y me repetí infinidad de veces que no debía hacerlo, que ese no era el día.
Igual que en el sector de natación, más de uno recortó trazado en el tramo que pasaba por el bosque. Sigo sin verle la gracia a hacer trampas. Supongo que algunos buscan poder tuitear su cronómetro antes que disfrutar de la carrera.
Me adelantó bastante gente aunque no iban más enteros que yo. Se me acercaban, me miraban y se marchaban lentamente. Era como en esas películas de guerra en las que el herido les pide a quienes le sostienen que se larguen, que se salven ellos. 
Continué mi marcha mientras me sentía cada vez más vacío. Solamente pensaba en cosas que sé que me motivan cuando lo paso mal, como creo que hace todo el mundo. Son recuerdos, personas, promesas internas o canciones las que tiran de ti cuando no te queda nada más. 
La última vuelta se me hizo más que eterna y sólo supe que lo tenía hecho cuando volví a escuchar el griterío de la gente que se agolpaba en el tramo final alrededor de la meta. 



Como supongo que hace la gran mayoría, aceleré como pude y sin fuerzas en el tramo donde toda la  gente te anima sin conocerte. Rebasé exhausto la línea de llegada, alcé los brazos para celebrar que por fin estaba ahí y los volví a bajar. La emoción me superaba por dentro pero fui capaz de controlar tanta alegría para que no brotara un llanto de aquellos que empapan camisas y reponen pantanos, con mocos y saliva, como son las goteras cuando llueve por dentro.
Y sumido en ese estado, empecé a ser consciente de que lo había conseguido, de que ya tenía mi recompensa tras un arduo y largo trasiego. Pude liberar la tensión después de tanto trabajo durante mucho tiempo, de dar infinidad de brazadas cuando el sol aún seguía acostado, de subir eternas rampas a base de golpes de riñón, de correr sigilosamente kilómetro tras kilómetro por algún bosque, por el paseo marítimo o en la cinta del gimnasio.



Al final, ocupé el puesto 265 de los 473 participantes que lograron acabar la prueba. Algunos pensaran que no hacen falta tantas letras para explicar una tarde de sábado, que tres horas haciendo deporte son un aburrimiento. Como si todo este rollo fuera importante, como si hubiera valido la pena haberse leído todo este tostón y llegar hasta la penúltima frase. Pido disculpas pero necesitaba contarlo: la gloria y la miseria vienen en la misma caja. 



lunes, 17 de agosto de 2015

XLII Travesía de Sant Feliu de Guíxols

En días como el de ayer te quedas un poco aturdido, sin saber por dónde empezar. Por eso confieso que escribir es más sencillo cuando no sucede nada y cualquier tema es posible. No obstante y después de todo, estoy mucho mejor y sólo espero que nadie de los que vayan a leer esto empeoren tras apagar el ordenador. 
Me presenté en la travesía con bastantes ganas a pesar de que la semana antes ya había participado en una. Esta vez había que madrugar más pero no importaba. Dicen que sarna con gusto no pica. 
El día nació fresco y con muchas nubes. Mi principal temor la noche antes fue la temperatura del agua, ya que el termómetro había bajado bastante. El clima, si cabe, lo haría más interesante o más épico. Podría ser un día para los valientes, pensé, o para empezar a serlo porque casi nunca es tarde. 


Se fue arreglando lentamente el marco, salió el sol, calenté un poco y toqué el agua. Como tampoco pretendía un jacuzzi con modelos y vi que había mucho valiente, me pareció que estaba todo en orden. Con mucha gente pero todo bien ordenadito, como está mandado. 



Antes de venir creí ferozmente que el recorrido me iría bien. Era más corto que la semana anterior y sólo tenía que atravesar la entrada de una cala pedregosa, salir a mar abierto y girar en dirección hacia la orilla. Incluso en caso de que hubiera olas, por pura lógica estas nos favorecerían. 



La miga estaba al principio. Se salía desde dentro del agua y supongo que esto lo hacen para evitar embudos y porrazos pero los hay igualmente. Entre los 300 participantes ocupamos casi todo el ancho de la cala y en pocos metros sabíamos todos, o casi todos, que se podía armar un jaleo importante al hacer el giro para encarar la eterna recta hasta la playa. 



Sonó la bocina y empezó la pesca. Lo que era un mar sosegado se convirtió en un vaivén de olas y muchos tragos de agua salada. Iba acelerado y me costó una barbaridad llegar hasta lo que tenía marcado como punto clave. Además, cuando lo hice me encerré de mala manera y tuve que ceder. No había cogido mucho ritmo aún y me costaba tener una respiración uniforme. Lo que me prometí que haría, no lo hice y en ese giro me frené y permití el avance de unos cuantos que fueron muchos y que tuvieron más agallas que yo. 
Digamos que no tuve ambición ni mirada asesina para cuadrarme y meter el hocico en ese revuelo. Me repetí tantas veces que no lo permitiría, tanto lo dije y tanto me lo aprendí, que fue imposible cumplirlo. A lo mejor jamás seré más que alguien normal después de eso. Si la honradez es virtud, quizá la timidez no lo sea tanto. 


Cuando pude colarme y retomar las brazadas, noté olas y corrientes que me llevaban a todos los sitios posibles menos a la meta.  
Me tranquilicé como pude pero me notaba pesado a pesar de llevar muy pocos minutos en el agua. También es cierto que cuando más fatigado me encuentro, mejor nado. Me concentro más en la técnica y tengo la sensación de aprovechar más los movimientos. El cansancio lo limpia todo. 


Dadas las circunstancias, encaraba una nueva situación de carrera, con más espacios y sin tantos nervios y eso me fue mejor. Notaba más deslizamiento y un nado más fluido. Tanto es así, que intenté un arreón para adelantar a una manada que tenía a pocos metros pero el arranque se me hizo demasiado largo, así que volví a mi ritmo. Como acto de valentía había sido impecable. Como estrategia militar, paupérrima. 
Pisé tierra y vi que había hecho un tiempo similar al de la semana pasada a pesar de nadar entre 200 y 300 metros menos. Puede que fallen los relojes, las mediciones o los que miden. Ayer fallé yo, como casi siempre, y falló algo más, aunque eso es lo de menos. 


Salvando las distancias y aunque la comparación probablemente no sea la más idónea, soy un palestino del agua. Mi única opción es tirar piedras a los tanques enemigos. No doy más de mí y con tal bagaje, lo raro sería hacerles un mísero rasguño. 
A falta de momentos geniales, siempre obtengo suculentos premios por mi eterna constancia. Una camiseta, una bolsa de gominolas, un vaso de refresco, un trozo de pastel, una medalla que acabará dormitando eternamente en algún cajón perdido o una simple foto. De momento cualquiera me vale. Lo seguiremos intentado. 


lunes, 10 de agosto de 2015

Tri1day Sant Antoni de Calonge

El Tri1day es una jornada deportiva solidaria que se celebró el pasado sábado 8 de agosto en Sant Antoni de Calonge. Entre las actividades propuestas había una travesía a nado de 1500 metros, correr una milla, correr una carrera nocturna de 5 kilómetros o una caminata solidaria. 
Si te apuntabas a las tres primeras y las completabas, eras considerado como finisher del Tri1day que este año llegaba a su segunda edición. 



El evento tenía lugar al lado de casa y a un precio asequible y aunque mi estado de forma no era el más óptimo, decidí inscribirme en el Tri1day. Acabar las tres carreras no iba a suponerme problema alguno pero ocurría que llevaba tiempo notándome lento y pesado corriendo. Mis tiempos no eran buenos y las sensaciones, peores. El día antes miré el listado de inscritos y vi que se habían apuntado 24 personas al reto. 

3ª Travesía de Sant Antoni de Calonge



Era la primera travesía que hacía pero no estaba nervioso. El mar andaba calmado y con buena temperatura. Mi única preocupación fue la de buscarme un sitio en la salida, que se daba en una cala muy pequeña y que cuando yo llegué ya estaba hasta la bandera. 



Calenté poco y me coloqué en las últimas posiciones pensando que al final cada uno acabaría en su sitio, así que daba igual donde salir. Calculé que estaría una media hora nadando y se dio la salida. 



En los primeros 100 metros se formó el caos y por eso había que ir con suma cautela para esquivar a los que se cruzaban o evitar a los que frenaban extrañamente. Nadaba tranquilo, alargando al máximo cada brazada y sacando la cabeza de vez en cuando para ver si seguía la hilera imaginaria que marcaban las boyas. 
No notaba las típicas molestias que suelo tener en mi brazo derecho hasta que lo caliento debidamente, cosa que me puede ocupar 300 o 400 metros de nado. Iba todo bien: ni golpes ni rasguños ni ahogos ni dolores. 



Al llegar al puente que cruza el río, decidí incrementar levemente la marcha y empecé a rebasar a gente. No se me estaba haciendo largo y no estaba cansado, así que podía mantener ese ritmo sin problemas. 
Mi vista agradeció llegar a la parte del espigón porque el fondo monótono arenoso se convirtió en un desfile de peces que se escabullían entre las rocas. Este era el último tramo mental que tenía que superar antes de enfilar la recta final de camino a la orilla. 
Toqué tierra y troté suavemente hasta cruzar la meta. Tardé menos de 24 minutos, prácticamente no me había cansado y tampoco salí desorientado. Acabé en el puesto 102 de 164 nadadores. 
Conseguí, por fin, un tiempo decente en natación y sin haberme preparado específicamente para ello. Ya dicen que aquello que acostumbra a buscarse con ansia suele llegar cuando uno menos se lo espera. Sucede lo mismo con los amores adolescentes.  



20ª Milla Urbana 


Sabía de antemano que iba a suponerme la carrera más difícil de las tres. Era la más corta y la más explosiva y a mi no me van bien este tipo de esfuerzos. El riesgo y la vergüenza de llegar el último arrastrándome eran más que evidentes. 
Tampoco tenía referencias del tiempo que podía o debía tardar porque es una distancia que no había entrenado nunca. 
El recorrido consistía en dar tres vueltas de 500 metros antes de encarar la recta final. 


Cada franja de edad tenía su salida propia y a mi me tocaba salir en la última de las tandas, la número 13 a las 20:10 de la noche. O sea, que tendría apenas una hora para descansar y recuperarme antes de afrontar la carrera nocturna. 
Ya en los prolegómenos pude observar como se preparaban los centauros que iban a salir en mi serie. Auténticos atletas a quienes iba a ser imposible seguirles la estela durante mucho tiempo. 
Creo que calenté bien pero no sirvió de mucho porque la salida se retrasó media hora, así que tuve que ingeniármelas para no enfriarme bajo la fina lluvia que empezaba a caer esporádicamente. 
Mientrastanto, iba urdiendo mi fantástico plan. En esta ocasión, el triunfo era que esos cuerpos celestiales no aparecieran por detrás y me aplastaran, el cometido era viajar por delante de ellos sin ser devorado. Evitar que me doblaran me pareció el único modo posible de afrontar la carrera. Lo mejor, concluí, era incrustarme en sus nucas hasta que su ritmo acabara conmigo. 


El señor de rojo disparó y los galgos arrancaron como si no hubiera mañana. Seguí a esa manada terrorífica mientras mi cuerpo dio de sí.


Noté que iba rapidísimo y miré el reloj. En ese momento, había recorrido 300 metros e iba a una velocidad de 20 km/h. Eso, para un terrícola, está más que fuera del sistema. Por eso y por el riesgo evidente de agotar demasiado rápido el depósito de gasolina, aminoré el ritmo aunque continué yendo todo lo rápido que podía, sin rendirme y ya sin volver a mirar el reloj para no asustarme o para no desanimarme, según se mire. 
Al empezar la última vuelta adelanté a uno que fue mucho más optimista que yo y que iba dejándose jirones por el paseo marítimo. Por detrás notaba demasiados pasos y aún más aliento pero no me apetecía mirar. Se corre más cuando se huye que cuando se persigue. 
A falta de 200 metros se me emparejó un corredor y cambió el ritmo. En un alarde corajudo, apreté los dientes y lo intenté aguantar mínimamente pero no me quedaba nada y entró en meta un segundo antes que yo. 


Fui instigado por la rabia y vencido por las piernas. Jugó mejor sus cartas y lo felicité entre jadeos en la llegada. La superioridad es simplemente eso. Observar antes, tomar perspectiva, escoger el momento y conocer el futuro. 



Crucé la meta con un tiempo de 6' 5", en la posición 15 de 19 participantes y habiendo corrido un ritmo medio de 3' 47", casi a 16 km/h.
La peor de las pruebas había pasado y creo que lo hice lo mejor que pude. No pensé en que tres cuartos de hora después tocaba la carrera que mejor me iba y no me guardé nada. Lo que pasa es que, como dije antes, es una prueba que simplemente no me va. Supongo que debe tratarse de una cuestión de iluminación, prisma y actitud. Hay espejos que te favorecen y otros te escupen el reflejo. 

3ª Night Run 5 km

A priori era la carrera que más me apetecía correr y que mejor se adapta a mis características pero ya estaba bastante fatigado y con poco tiempo para reposar. 
Si antes de venir ya pensé que acabarla en 22' 30" era un buen tiempo visto que en los últimos meses mis marcas estaban siendo bastante malas, tras una extenuante milla y con menos de tres cuartos de hora de descanso, quizás mis mejores previsiones fueron demasiado optimistas. 
Lo cierto es que al acabar la milla no sabía si era mejor estirar, seguir corriendo, calentar o sentarme. Además, la lluvia fina empezó a engordar y a ser más persistente, así que había riesgo de enfriarme demasiado. 
El recorrido consistía en dar dos vueltas a un circuito cerrado de 2'5 kilómetros. 



Aguanté la temperatura corporal como buenamente pude a base de estirar y trotar suavemente. Viendo que en esta carrera salía toda la manada de golpe, rápidamente me dirigí al arco de salida para coger el mejor sitio posible. Aún y así, me ubiqué en el centro del pelotón, con lo que me tocaría trepar, saltar y hacer de todo hasta encontrar mi lugar en la carrera. 



Y ahí se dio la última salida del día. El primer kilómetro lo pasé esquivando, adelantando y a veces arriesgando hasta llegar a una posición cómoda. No me acordaba del reloj y sonó al recorrer los mil primeros metros. Los completé en 4' 17". No era para tirar cohetes pero la verdad es que podía haber sido peor. Manteniéndolo podría conseguir bajar de la marca que había previsto. 



Al empezar la segunda vuelta vi que había invertido 11 minutos clavados en completar la mitad del recorrido. En ese punto iba emparejado con la tercera mujer y los dos primeros niños de no sé que categoría. La moza, que tenía una zancada de libro, nos dio un arreón mortal y se fue sin pestañear. La elegancia en el deporte, y tal vez en la vida, es hacer lo extraordinario sin aparentar esfuerzos, sin escorzos ni crispaciones. Eso es tener clase, sin más. 
Por mi parte, empecé a notar la actividad cuando me quedaban sólo un par de kilómetros. Me vino un cansancio repentino cuando menos lo esperaba, cuando quedaba tan poco. En ciertas ocasiones, los dados, malditos, sí que tienen memoria. 
Me quedé con los dos chavales y corrimos juntos hasta que cuando restaban 500 metros, uno cambió el ritmo y se marchó en solitario. El otro, exhausto, no lo pudo seguir y nos quedamos los dos juntos. Le dije que siguiera, que quedaba poco y que toda la gente lo estaba animando para que atrapara al de delante pero se quedó vacío.  
Aflojé cortésmente la marcha en los últimos metros para que entrara solo en meta como el segundo clasificado de su categoría. Al llegar, lo felicité y el niño, entre muchos jadeos y más gotas de lluvia, me dio las gracias por echarle una mano aunque al final no sirviera para nada. 
Por mi parte, cumplí mi objetivo y acabé con un tiempo de 22' 17", sobrándome sólo unos pocos segundos. Ocupé la posición 79 de 240 participantes. 



Fue una jornada deportiva muy bonita, muy bien organizada, con un marcado carácter solidario y en la que participó mucha gente. 
En la clasificación final del reto Tri1day, figuro en la posición 11 de 24, en la primera mitad de la tabla clasificatoria. 




Quizás el hecho de improvisar y presentarme sin habérmelo pensado mucho, hizo que fuera sin tensión y sin nada que perder. También ayudó que, a diferencia de otras veces, lo di todo en cada una de las tres carreras sin pensar en el después y no me dejé nada, siempre dentro de mis posibilidades. 
El resumen más claro es que siempre tuve fe hasta que tuve algo de fuerza. Esto último, igual que la esperanza, no es lo último que se pierde: la razón es lo que entregamos cuando ya no nos queda nada más.