miércoles, 1 de junio de 2016

IV Marxa Popular la Vall dels Molins

Empecé con pocas intenciones y con la única idea de disfrutar todo lo que pudiera de unos presuntos quince kilómetros de carrera contínua. Haber salido el día antes durante tres horas y media en bicicleta de carretera hizo que mi planteamiento no fuera otro que el de intentar pasar un buen rato. 
No me importaba el ritmo y lo cierto es que sabía que tampoco tenía piernas para contar muchas historias. Había que regular. Las prisas son para los ladrones y para los malos toreros. 


El recorrido fue placentero y ameno hasta que llegamos al primer avituallamiento, momento en el que debías escoger entre la marcha corta y la larga. En ese punto, dudé levemente debido a unos dolores estomacales que me estaban persiguiendo desde hacía un par de kilómetros. Incluso pensé en no avituallarme porque tenía miedo de remover aún más lo que por allí se cocía. 
Intenté no darle mucha importancia porque hasta el momento el resto del físico me respondía bien y decidí tirar hacia la montaña. Tuve fortuna porque no volví a acordarme de él en toda la mañana. Y eso es mucho porque, normalmente, despreciar al viento se paga con tormenta. 


Por esas lides, me puse a perseguir a un hombre mayor y a un muchacho que iban emparejados a pocos metros de mí y que parecían ser abuelo y nieto. En el deporte, como en la vida, las buenas historias son fronterizas. Emociona tanto la irrupción de un joven campeón como conmueve observar la ilusión que le ponen aquellos que llevan moviéndose desde siempre. Por eso, al mismo tiempo que se admiran los cuerpos invencibles, está bien pensar que hay una alternativa para la juventud. 
Llegando casi al ecuador de la jornada, el piso se empinó y se volvió irregular. Empezó a acumularse el desnivel mientras recorría los alrededores de cuevas pretéritas, en lo que fue la parte más dura pero agradecida de la carrera. 
Conocí muchos recodos casi inescrutados y unos paisajes soberbios que podrían servir para que los agnósticos empecemos a creer en Dios 
Cada vez que me topo con lugares así, con tanta historia, no puedo evitar pensar en que debemos mucho, quizás demasiado, a los que lucharon y vivieron como pudieron entonces, cuando las consecuencias no eran un titular de un periódico o un comentario en Internet, sino el exilio, el descrédito, la prisión o la muerte. 


Hice toda la subida en solitario. Fueron unos tres kilómetros preciosos en los que sólo escuchaba mis pasos mientras esquivaba ramas, piedras y raíces. Ni rastro de más vida que todo aquello, que en el fondo es una auténtica barbaridad. 
Llegado al punto más alto, sólo quedaba llanear durante un buen rato para luego empezar a descender abruptamente por un sendero técnico y resbaladizo. Afortunadamente tuve un buen guía que me marcaba cada paso y que yo, sigiloso y obediente, me encargué de imitar. 
Justo antes de entrar en la recta final y viéndome bien de fuerzas, pensé en aumentar el ritmo y pasar a mi lazarillo. Reconozco que hubiera sido una canallada injusta. Espero que se entiendan los malos pensamientos y pueda comprenderse el primer impulso, el pecado original. 


Sin referencias temporales hasta que llegamos de nuevo al origen, le pedí a mi guía un último servicio. Su reloj indicaba que había completado los poco más de quince kilómetros finales en una hora y treinta y cinco minutos. Suficiente, que diría aquel. 



Lo paradójico en mi, que no mato por correr pero que estoy acostumbrado a madrugar, es que me costara más levantarme de la cama que ponerme las zapatillas. Por eso, lo importante, después de todo, es haber vuelto a vencer a la pereza. Y al despertador, por supuesto.