lunes, 14 de septiembre de 2015

Triatlón Olímpico Tossa de Mar

Cuesta encontrar el tono adecuado y alcanzar la justa solemnidad que exige explicar lo que fue una jornada personal importante. Se trataba del último carro al que subirme este año para hacer un triatlón y pude auparme a tiempo. A todos los que quise ir antes llegué tarde por desconocimiento, por lejanía o por desidia.
Estaba preparado para afrontarlo y, aunque me inscribí a última hora, llevaba meses sopesando la idea de apuntarme. La inspiración, como la suerte, te debe pillar en plena faena. 
Por suerte, no me dejé nada en el tintero y aunque aparcar fue un problema, estaba todo listo. 

Recogí el dorsal, dejé todo el material en el área de transición y me acerqué a ver el ambiente que se respiraba en la orilla. 
El traje de neopreno era opcional y como suele ocurrir en estas ocasiones, casi todos decidieron usarlo. 


El agua no estaba fría pero las ventajas que te aporta el atuendo hicieron que la mayoría de los 600 particpantes optara por ponérselo. Supongo que así podrían contarles luego a los suyos el tiempo tan bueno que consiguieron nadando. 
Yo no tengo neopreno y aunque me prestaron uno, decidí no usarlo. Hice una prueba en la piscina y el resultado no me gustó nada. Ponértelo y quitártelo es complicado y cuando lo tienes puesto, es incómodo. Además, para los que no tenemos mucha fuerza en los brazos, el movimiento es más limitado y te cansas mucho más. Imagino que cuando sólo has nadado una vez con él tampoco puedes sacar muchas conclusiones pero tenía claro que únicamente me lo pondría si el agua estaba congelada o era obligatorio.
En su defecto, y repitiendo que el agua no estaba tan fría (20,5ºC según los organizadores), me apliqué una crema con efecto calor (mano de santo, oiga) y al agua.
Me entró el pánico de siempre al nadar en aguas abiertas y con tantísima gente. El mar estaba muy picado y había muchas olas, de esas en las que sigues subido un buen rato por más que quieras bajarte. 



Ya de buen principio, dejé que pasaran unos cuantos y me abrí a la izquierda porque no me importaba nadar más metros de la cuenta siempre y cuando no recibiera golpes. Me costaba respirar y sabía que tenía que tranquilizarme para empezar a nadar decentemente. Para colmo, se me empañaron las gafas. Incluso pensé en irme a casa porque estaba pasando un mal rato. La clave era hacer que fuera sólo eso. 



Calculo que me costó unos 400 metros poder sosegarme y empezar a nadar bien. Acabé la primera vuelta, me saqué las gafas para quitarles el vaho y empecé la segunda parte, que me fue mucho mejor que la primera. Ya más tranquilo, pude empezar a remontar posiciones e incluso adelanté a varios neoprenistas.
Paradójicamente y aunque mi tiempo no fue bueno, salí contento del agua. Esto demuestra que en todo naufragio siempre puedes llegar a encontrarte una isla paradisíaca con agua potable y ardorosas nativas. 



Me sorprendió muy negativamente la cantidad de fulleros que había. Algunos se saltaron las boyas descaradamente y las pasaron por la parte interior ante la pasividad del personal de vigilancia. No vi que descalificaran a alguien por este motivo. Soy de los que piensa que no tendría que haber perdón para los tramposos.
Toqué tierra y vi que el reloj se había vuelto loco. Transicioné tranquilamente y el aparato no me respondía, así que tuve que dejarlo. Entonces me surgió un problema: no podría tener referencias ni de ritmos ni de kilómetros y, por ende, no contaba con mi único aliado para lo que me faltaba de carrera. Y lo peor es que ésta aún no había empezado. 
Llegaba el momento de encarar el sector ciclista. Conocía el recorrido y sabía que era bastante duro; de cuarenta y cinco kilómetros de distancia y con dos tramos de subida importantes, siendo el segundo de ellos una ascensión de casi diez kilómetros. Era mi única oportunidad y tenía que aprovecharla. 



Al subirme en la bicicleta me sentía muy fresco, liviano y con ánimos y piernas suficientes para acelerar en cualquier recodo o para sofocar la menor rebelión que pudiera surgir en los grupos a los que me iba adheriendo velozmente.
Me sentía como un niño. Concretamente, como el niño que surge detrás del abrigo, el forro polar, las manoplas de lana, la camiseta térmica y el gorro de inca. Todo eso en pleno verano. No conviene abrigar demasiado al atrevido. Se asfixia.
Empecé a adelantar puestos rápidamente y me entró la duda de saber si los demás iban muy despacio o yo iba muy rápido. Tal vez acabaría pagando en el puerto el buen ritmo que llevaba, pensé. 
Para los que en plena carrera hablan más de la cuenta, sólo decir que el ciclismo no es una batalla táctica. Lo olvidamos cuando diseñamos desde casa sesudos planes para detonar las carreras, normalmente animados por el frescor del aire acondicionado y las ganas de siesta. Es cierto que hay un margen para la estrategia, pero es pequeño. Además, de nada servirá el mejor cerebro militar si no está acompañado de dos vigorosas piernas. Napoleón no hubiera ganado ningún Tour, ni McArthur. Quizá sí hubieran sabido donde colocar la artillería, dónde dirigir el fuego y, en definitiva, como ganar la guerra; el problema estaría en el tren inferior.
Yo seguía bien de piernas y de respiración y no me hizo falta levantarme de la bicicleta para superar la primera ascensión. A partir de ahí, una bajada y un llano rápidos nos llevaban al pie de la última escalada del día. Se trataba de una serpiente interminable con infinidad de curvas calcadas y con sólo un par de leves descansos en la primera mitad del recorrido. El resto, muy tendido y sin rampas duras. 
Seguí avanzando y no me costaba alcanzar a los ciclistas que tenía a la vista. Mantuve un ritmo estable, sin cambios de ritmo y sin alardes pero con una buena cadencia que me permitía continuar rebasando a corredores.
Al coronar el puerto, dos amigos me dieron ánimos pero no me trajeron doping. Les compensé con un cambio de ritmo para la foto antes de coger una botella de agua en el avituallamiento. 



Llegados a este punto, empezaba un descenso revirado de seis kilómetros, con un asfalto rugoso y con algunas curvas de policía y ambulancia. Lanzar la bicicleta era temerario y coger velocidad, prácticamente imposible. El ciclismo no es un juego. Es la vida en equilibrio. Inestable, casi siempre.
En pocos minutos formé un grupo con dos más y pensé que quizás en ese tren bala viajaba una oportunidad remota pero real: arriesgar para recortar algo de tiempo del que acabaría perdiendo con total seguridad en el tramo de la carrera a pie. Los tres formábamos una fila india perfecta y seguíamos descendiendo mientras íbamos montados en el mismo alambre, igualados en los jadeos. 
A todo ciclista hay que pedirle valentía, agresividad y un punto de locura. Desde casa lo hacemos, incluso con cargante insistencia. Sin embargo, cuando el esfuerzo tiene visos de ser baldío o pone en riesgo muchas cosas, no tiene sentido reclamar nada más. 
Ya casi final se sucedieron rampas ascendentes (pocas) y descendentes (la mayoría), también con muchos giros complicados que pude salvar con algo de frenos y, afortunadamente, sin susto alguno. 



No está bien que lo diga yo, pero dejé la bicicleta y estaba seguro de que acababa de hacer el ciclismo de mi vida. Sin embargo, todavía quedaba algo más porque aún había demasiadas cosas por decidir, aunque no me lo pareciera o precisamente por eso. Basta dar algo por sentado para que se levante. 



Empecé trotando alegremente y  me extrañó que mis piernas respondieran de esa manera. No tenía referencias de ningún tipo pero con un correr lento y acompasado, completé la primera de las dos vueltas que había que dar a un circuito mitad urbano mitad boscoso. Tardaban en aparecer el flato y el dolor abdominal que suelen acompañarme y surgieron al empezar el segundo giro. No me engañé, y quizá hubiera debido: fui capaz de visualizar lo que iba a ocurrir antes de que sucediera. No me rendí, pese a todo. Si bien bajé bastante el ritmo, no me detuve en ningún momento y me repetí infinidad de veces que no debía hacerlo, que ese no era el día.
Igual que en el sector de natación, más de uno recortó trazado en el tramo que pasaba por el bosque. Sigo sin verle la gracia a hacer trampas. Supongo que algunos buscan poder tuitear su cronómetro antes que disfrutar de la carrera.
Me adelantó bastante gente aunque no iban más enteros que yo. Se me acercaban, me miraban y se marchaban lentamente. Era como en esas películas de guerra en las que el herido les pide a quienes le sostienen que se larguen, que se salven ellos. 
Continué mi marcha mientras me sentía cada vez más vacío. Solamente pensaba en cosas que sé que me motivan cuando lo paso mal, como creo que hace todo el mundo. Son recuerdos, personas, promesas internas o canciones las que tiran de ti cuando no te queda nada más. 
La última vuelta se me hizo más que eterna y sólo supe que lo tenía hecho cuando volví a escuchar el griterío de la gente que se agolpaba en el tramo final alrededor de la meta. 



Como supongo que hace la gran mayoría, aceleré como pude y sin fuerzas en el tramo donde toda la  gente te anima sin conocerte. Rebasé exhausto la línea de llegada, alcé los brazos para celebrar que por fin estaba ahí y los volví a bajar. La emoción me superaba por dentro pero fui capaz de controlar tanta alegría para que no brotara un llanto de aquellos que empapan camisas y reponen pantanos, con mocos y saliva, como son las goteras cuando llueve por dentro.
Y sumido en ese estado, empecé a ser consciente de que lo había conseguido, de que ya tenía mi recompensa tras un arduo y largo trasiego. Pude liberar la tensión después de tanto trabajo durante mucho tiempo, de dar infinidad de brazadas cuando el sol aún seguía acostado, de subir eternas rampas a base de golpes de riñón, de correr sigilosamente kilómetro tras kilómetro por algún bosque, por el paseo marítimo o en la cinta del gimnasio.



Al final, ocupé el puesto 265 de los 473 participantes que lograron acabar la prueba. Algunos pensaran que no hacen falta tantas letras para explicar una tarde de sábado, que tres horas haciendo deporte son un aburrimiento. Como si todo este rollo fuera importante, como si hubiera valido la pena haberse leído todo este tostón y llegar hasta la penúltima frase. Pido disculpas pero necesitaba contarlo: la gloria y la miseria vienen en la misma caja.