lunes, 30 de marzo de 2015

Extreme Gavarres BTT (100kms)

Fue duro, intenso y peleado hasta que ya no hubo nada por lo que pelear. Casi siete horas pedaleando y acumulando caminos, cuestas y pensamientos hasta completar los cien kilómetros en los que consistía la prueba. Una mañana, un trozo de mediodía y parte de un domingo entero recorriendo senderos encima de una bicicleta. 
El despertador estaba preparado para sonar a las siete, que hubieran sido las seis de haber sido un día antes, pero no hizo falta porque llevaba despierto desde las cinco de la mañana. Los nervios cortan más que las espadas.       
La salida de la carrera se daba a escasos cuatro kilómetros de casa, en el polideportivo del pueblo, así que a pesar del frío que hacía a esa hora, fui directamente en bicicleta. Desde ese pabellón arrancaba un trayecto montañoso sin desperdicio, rompepiernas y curaojos, perfil tremendamente exigente rodeado de algunas estampas de postal. 




Esta vez no iba solo. Al menos al principio me acompañaban dos expertos en el tema aunque sabía que no tardarían en irse. 



De hecho, el primero se fue nada más empezar y el segundo aguantó hasta casi tocar la segunda hora. Luego cada cual inició su camino. Hasta entonces iba cómodo y tranquilo, justo como tenía pensado. No estaba cansado y me animó verme bastante entero tras haber completado la que decían que era la parte más dura. Así pues, reforcé mis ilusiones en la misma medida que se debilitaban: iba todo demasiado bien pero también era demasiado pronto.
En cuanto se alteró el mundo perfecto, yo empecé a construir el mío, bastante más real y doloroso. De ese modo, proseguí con un ritmo que hasta entonces era bastante decente para lo que había calculado. 
Hasta la cuarta de hora de carrera logré mantenerme físicamente bien con la excepción del típico dolor de piernas que imagino que deben sentir hasta los que llegan primero. Tampoco me estaba aburriendo y la carrera me estaba pareciendo bastante entretenida, así que la cabeza también me tiraba. Estaba siendo un buen día, incluso mejor de lo esperado. 
Fue al cruzar el río cuando se giraron las tornas. Empezaron a encadenarse rampas serias y empecé a notar que las piernas no respondían con la vivacidad con la que lo habían hecho hasta el momento. Quedaban cuarenta kilómetros y sabía que entraba en una zona de repechos interminables, de cuestas de esas que se suben más rápido caminando hacia atrás. Empezó a nublarse la mente y de qué manera. Supongo que las pesadillas tienen argumentos mucho peores. 
No lo recuerdo con exactitud pero estuve cerca de dos horas para recorrer unos teóricos quince kilómetros, que luego resultaron ser dieciocho. Las piernas me iban amagando con calambres por primera vez desde que monto en bicicleta. Nunca antes había tenido esa sensación y es bastante angustiosa. Paré a estirar varias veces y pude continuar aunque el dolor de espalda también empezaba a ser importante. Incluso las manos, que no me acordaba que las tenía, me dolían de coger con fuerza el manillar para impulsar la bicicleta en las subidas. 




Sabía donde estaba el punto en el que acababa esta dichosa sucesión de rampas pero no llegaba nunca. No veía a nadie por detrás ni tampoco por delante. Físicamente empecé a bajar enteros estrepitosamente. Además, la bicicleta estaba bastante tocada. Los frenos se desajustaron, la cadena se desengrasó y el barro estaba adherido por todas partes. El soniquete de la cadena seca al engranar en los piñones me acompañó en todo momento e hizo temerme lo peor durante mucho tiempo. Si se rompía, adiós.  
Pero como ocurre casi siempre, en la mente está el todo. La gracia está en inventarse las fuerzas cuando languidecen y fabricarse el terreno cuando falta. Y no rendirse jamás. Si algo distingue a un luchador es su capacidad para llevar la contraria al sentido común y para alterar las fuerzas del destino. Así se construyen las gestas personales que acostumbran a darle sentido a la vida de cada uno. De repente, te empecinas en saltar un muro invisible e inicias una aventura en la que te expones a todo. Muchas leyendas están escritas con esas intentonas fracasadas. El prodigio es hacer que tiemble el mundo que crees que te rodea, provocar esa marea imaginaria que propaga la hazaña entre los que te observan y entre los que no te han visto nunca. 
Cuando por fin llegué al maldito kilómetro setenta y ocho, me llevé la gran sorpresa de ver a mi novia con su familia y mi ánimo dio un vuelco considerable. Lo que ocurrió a partir de ahí fue la constatación de porque existe el optimista y el pesimista, el reflejo de dos realidades y dos estados de ánimo, el de las dos horas anteriores y el que nacía en ese instante. Uno que mira hacia delante y otro que mira hacia atrás. Y lo que eso implica: entender el deporte como diversión o como tortura, como juego o como obligación.  



Aún me quedaba un trecho pero en menos de dos horas habría acabado si no pasaba nada raro. Además, los últimos cinco kilómetros eran picando hacia abajo, así que sólo me quedaba restar y esta vez lo hice sin equivocarme.   
En situaciones así, sientes una felicidad y un alivio tremendos cuando logras atisbar la línea de llegada. De repente, todo encaja. De pronto, ya no recuerdas qué demonios iba mal. 
No pudo ser más hermoso ni más dramático. Más roto que nunca pero tan vivo como siempre. 



domingo, 15 de marzo de 2015

Ídolos caídos

Cada cierto tiempo, la vida alumbra a gente portentosa que posee cuerpos exactos y mentes interesantes. Combinaciones infalibles. Adaptado cada uno a su especialidad, la sensación que dejan es de una superioridad insultante. No obstante, suele ocurrir que aquellos a los que teníamos por grandes iconos se convierten en prendas con taras, aprendices de novatos, gorditos del recreo. El ciclista que se dopa, el político que roba o el cantante que se droga. Dejan de ser lo que algún día fueron. Un pasado que no vuelve. Ídolos caídos.