martes, 11 de noviembre de 2014

XI Marxa dels Traginers de Palamós

Madrugué mucho, quizás demasiado y encima sin quererlo. A las seis de la mañana del domingo estaba despierto y eso que había previsto levantarme a eso de las siete y cuarto. Pude desayunar tranquilamente y llegar con suficiente antelación a la salida. 
Me esperaban casi veinte kilómetros de carrera a pie por la montaña. Según el mapa del recorrido, la mayor parte de los tramos ascendentes estaban en la primera mitad para luego acabar bajando. 





Ya de inicio se formó un tapón considerable y esperable. No había ni pasado un kilómetro y ya se ascendía por un camino estrecho y empinado en el que sólo podían correr o saltar aquellos que estuvieran mejor preparados físicamente. El resto de los mortales avanzábamos a correazos, usando árboles y arbustos a modo de barandilla. 
Seguramente sea lo único reprochable a la organización, ya que hasta casi el tercer kilómetro no se separaban los circuitos largo y corto de veinte y siete kilómetros, respectivamente. 
Hasta ese punto había un tramo excesivamente estrecho compartido entre los más atrevidos y los más reservados, entre los caminantes y los corredores, entre los valientes y los temerarios. 
El resto, perfecto. El recorrido estaba debidamente indicado en todo momento por cintas, carteles y marcas en el suelo. Había cuatro avituallamientos bien repartidos y también un par de puntos atendidos por personal médico debido a que se trataba de tramos en los que era fácil tener un resbalón. 
El meollo empezaba cuando se podía empezar a trotar con decencia. Una pareja de corredores bien equipados iban hablando a mi lado y señalaban a otro corredor que iba unos veinte metros por delante. Decían que era bueno y que conocía el terreno. Decidieron aligerar la marcha para ubicarse a su espalda, siguiendo su paso. Como el ritmo no era para tirar cohetes, decidí seguirlos. 
Al empezar la segunda ascensión seria, se produjo un gracioso efecto dominó: el primero dejó de correr para ponerse a caminar, los otros dos lo imitaron y yo copié a los tres. Caminaban rápido y muy agachados, con las palmas de las manos posadas por encima de las rodillas. 
Los dos primeros avituallamientos los hice rapidísimo para no perderles de vista. Su ritmo no me fatigaba y era capaz de seguirlos bien. No hablaban entre ellos y la posición siempre era la misma, formando un rombo imperfecto: delante el que sabía, a escasos metros la pareja y cerrando la figura estaba yo, viendo, oyendo y callando.  
En los tramos llanos trotaban suavemente, para recuperar pulsaciones y estirar la zancada. En las bajadas, pies para que os quiero. En las subidas, si la pendiente era importante, espalda doblada, cabeza agachada y paso ligero.  
Al sentirme bien tuve la tentación de acelerar la marcha o al menos de ponerme delante del grupo pero rápidamente abandoné esa idea cuando la pareja rompió el silencio. Según ellos, llevábamos la mitad del recorrido y aún quedaban tres kilómetros con repechos importantes antes de iniciar el tramo más cómodo. El reloj, del que me había olvidado completamente, coincidió: justo en ese momento marcó el kilómetro diez. 
Al llegar al tercer avituallamiento, me regocijé entre los víveres y mi compañía se alejó más metros de los debidos. Tuve que elegir entre apretar y no perderles o bien dejarles y hacer lo que faltaba (unos siete kilómetros) a mi ritmo. La primera opción se antojaba más complicada y cansada al principio para, seguramente, ser más agradecida después. La segunda alternativa era muy incierta porque pasaba a depender, básicamente, de mi cabeza y de mis piernas tras más de una hora de tralla. 




Llevaba trece kilómetros y mi estado físico, ahora ya sí, noté que empezaba a menguar lentamente. A pesar de ello, aceleré el ritmo y volví a ocupar mi posición de convidado de piedra. Duré poco, apenas dos kilómetros, básicamente porque ellos estaban más frescos y más fuertes que yo, pero aguanté más de lo que había esperado. Se alejaron en una rampa pedregosa interminable mientras mis abductores hicieron el enésimo ademán de moverse de sitio. 
El cuarto avituallamiento lo hice ya más tranquilo, sabiendo que si todo iba bien en media hora como máximo llegaría a mi destino. Me dolía todo el tren inferior y había superado un par de momentos mentales complicados. Solamente quedaban, según un miembro de la organización, un par de bajadas complicadas y poco más. 
Acertó a medias porque omitió la existencia de algunos repechos que se hicieron eternos por su dureza, por el cansancio y porque uno era consciente de que se acercaba el final de la historia. Final que, por cierto, volvió a ser feliz, como ocurre con todas las cosas que se trabajan y se sudan pero que al final se acaban alcanzando. Sigo creyendo que está bien que todo cueste. 




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