domingo, 19 de octubre de 2014

XXXVI Cursa del Carrer Nou (10km)

El panorama no se presentaba como otras veces. Los días previos a la carrera no fueron del todo buenos en lo que a estado físico y de salud se refiere y no tenía puestas muchas esperanzas en hacer un buen papel. Mi estómago puede dar fe de ello. Es más, hubiera declinado presentarme de no haber hecho el pago de la inscripción por adelantado. Siempre he creído que todo tiene una parte menos mala, se mire como se mire. 
En la salida se agolpaba mucha gente en muy poco espacio. Había más de mil personas en la línea de salida y resultaba imposible verse las zapatillas. Por eso, hasta el segundo 40, no pasé por debajo del arco de meta y no pude empezar a correr. 
Me encontraba raramente bien y eso que el ritmo al principio era bastante alto, superior a lo que está uno acostumbrado. Así, los kilómetros pasaban rápido y el físico me respondía adecuadamente. Noté que tenía gas en las piernas. 
Al llegar hacia la mitad del recorrido, aparecían las rampas que viven todo el año en el casco antiguo de Girona. La mayoría desconocidas para uno, realmente duras y con el piso irregular que dejan los adoquines y que tanto maltratan a las rodillas. Con este nuevo marco, era gracioso ver como algunos acababan desfondados y dejaban de trotar para ponerse a caminar. Yo no iba desgastado y, motivado por ver como adelantaba a gente con facilidad, subí el ritmo que otro día se hubiera quedado igual. Pensé que era mejor no pensar y creí que lo mejor era creer. 
Con las pulsaciones un poco altas por el esfuerzo que supone encarar y derribar unas cuestas con esos porcentajes, enfilé un largo tramo de bajada y dejé que las piernas fueran solas, de nuevo sin pensar. 
Cuando quise darme cuenta, quedaban solamente un par de kilómetros para concluir. Fue entonces cuando miré el reloj y vi que aún estaba a tiempo de batir mi marca personal en la distancia. Reconozco, también, que lo miré varias veces porque me costaba creer que fuera así. 
Mentalmente no me compliqué la vida como otras veces: si mantenía el ritmo que llevaba, bajaría el tiempo. No había más cábalas posibles. 
Debía quedar medio kilómetro cuando decidí demarrar y tirar de todo lo que me quedaba. Los aplausos y vítores de la gente que nos animaba acabaron de darme el último empujón que necesitaba. 
Crucé la meta y vi que había conseguido batir a la barrera de los cuarenta y cinco minutos. Fue, paradójicamente, en uno de los días en los que lo normal hubiera sido acabar, como otras tantas veces, vencido por el tiempo. Pero esta vez fue al revés, como casi nunca, con mis piernas como cañón, con mis zapatillas como guardamanos y con mis pupilas como mira. Guiñando el ojo izquierdo. Por fin caíste. Peculiar asesino. 



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