lunes, 2 de noviembre de 2015

Gerunda Road 2015

Lo que sucedió entre el principio y el final es interpretable y vaporoso. Podrían darse 500 y pico versiones de lo que fue la carrera, una por ciclista. Los que hicieron la marcha corta, los que nos aventuramos con la larga y los que acabaron mezclando un poco de cada una porque se arrepintieron a tiempo y optaron por no asomarse por el embalse. Todos, incluso los que no pudieron acabar por algún motivo o los que estuvieron al pie del cañón organizando, dirigiendo o ayudando, tienen su historia.  
El recorrido largo constaba de 135 kilómetros con un desnivel positivo de 1700 metros, destacando la subida al alto de la Pedrallarga (20kms al 3,5%), al alto de Nafré (4kms al 6,5% con rampas del 14%) y al alto de les Encies (3,5kms al 4%). Sumémosle alguna trampa final que no estaba prevista de inicio y nos saldrá una marcha cicloturista mucho más que decente. 




La estrategia estaba clara. La idea era beber cada 15 minutos, una vez agua y otra sales y así hasta llegar quien sabe cuando. Además, tenía que comer cada tres cuartos de hora, empezando por las barritas y siguiendo por los geles, también hasta el final. 
Precavido que es uno, me presenté en la salida con dos horas de antelación. Me dio tiempo a desayunar, a vestirme, a hacerle las últimas comprobaciones a la bicicleta y a ver salir el sol, aunque se hizo de rogar. 



Las previsiones meteorológicas daban lluvia en algunas de las poblaciones por las que íbamos a pasar. Por eso y por el mal recuerdo de la casi hipotermia de La Rioja Bike Race, desde entonces y ante la mínima duda, la solución pasa por llevarme una mochila con un chubasquero aunque sólo sea para pasearlo durante horas, como en este caso. 
La temperatura era perfecta porque no iba a hacer ni frío ni calor pero cuando el termómetro es idóneo, el problema es como vestirte. Algunos van muy abrigados y otros van como si fuera pleno verano. Yo decido hacer una mezcla y me voy hacia la parrilla de salida. 
Nos advierten de que hay tramos peligrosos debido a la lluvia que ha caído en las ultimas horas y a que hay zonas muy húmedas y sombrías. Piden y vuelven a pedir mucha precaución, sobretodo en los tramos de bajada. 
Y se salió como si no hubiera mañana. Rodando en pelotón no tienes que preocuparte por muchas cosas, salvo por no tirar ni ser tirado. Así transcurrió la primera hora de carrera, salvando alguna complicación y sumando 31 kilómetros, algunos ya metido en el primer puerto del día. 


Esta subida es realmente larga pero entretenida. No tiene porcentajes duros y se hace cómodamente, amenizada sobretodo por las bonitas estampas que se van dejando atrás en cada giro. Las hojas muertas del otoño ayudan lo suyo. 


Iba ascendiendo en medio de un silencio majestuoso, roto a veces por los disparos de algún cazador. 

Tras coronar, me paré en el mejor avituallamiento que he visto nunca. Daban ganas de quedarse a vivir allí para siempre pero tras tanto rato subiendo, ahora tocaba bajar con cautela. 
Después de un descenso vertiginoso en el que fui adelantado por varios kamikazes, un par de motos de los Mossos d'Esquadra y una ambulancia, era el momento de enfilar la segunda subida del día y la más dura, según mi punto de vista. 


Había que retorcerse a ratos, no quedaba más remedio. La velocidad bajó considerablemente y desde mi posición, mirara a donde mirara, podía ver a un reguero de ciclistas cabecear cuando se pasaba por las rampas más empinadas de esta carretera tan preciosa como solitaria y que nos llevaba casi al techo de la presa de Susqueda.   
Se acabó subir y tocó bajar por un piso peligroso, medio mojado y a ratos bacheado que hacía presagiar caídas y/o pinchazos a mansalva. Tenía unas ganas tremendas de irme de ahí y salir a tierra firme porque había sufrido un pinchazo la semana anterior y esto va por rachas, como casi todo. Las vistas tan bonitas que iban sucediéndose mientras bordeaba el embalse a toda velocidad no sé si compensan el alto riesgo de incidente que había en ese tramo. 


Toqué asfalto noble y, a pesar de ello, no me sentí muy liberado porque sabía que el nuevo panorama no era el más adecuado en ese momento. Había que salvar un falso llano de 10 kilómetros que siempre picaban hacia arriba y que acabaron haciéndose larguísimos. Las rectas interminables me pesaron demasiado en la cabeza y las piernas, que hasta el momento iban finas, empezaron a molestarme.   
Tras 90 kilómetros, empecé a notar la fatiga repentinamente. El ciclista no es más proclive a la tentación que cualquier otro ciudadano. Lo que le distingue es el estado de extenuación. Agotadas las fuerzas, las debilidades mandan. Es el cuerpo llevado al límite el que invita a la mente a tomar atajos. A nadie hace más caso un enfermo que un médico. Por eso la única opción posible era la que me ofrecieron: chupar rueda. 
Así llegué al segundo avituallamiento, colocado en el pie del tercer puerto del día: echándole el aliento en el cogote a un forzudo. No valen más interpretaciones, por favor.  

Ascensión muy llevadera en condiciones normales pero que a esas alturas de la película no permitía muchas virguerías. 
Un compañero de fatigas no tan apuesto como el anterior, me ofreció colaborar y dudé un instante. Ante retirarme o insistir, decidí sucumbir en el intento, gloriosamente. La subida se pasó volando y, tras mirar el cronómetro, vi que podría acercarme a las 5 horas en la llegada si me daba algo de prisa. Por un momento, la sorpresa se insinuó pero la naturaleza iba a acabar por imponerse, como casi siempre. 
Siguió un tramo aburrido, también con muchas rectas de película de Alabama aunque esta vez tenían tendencia descendente. La buena noticia es que quedaban unos 25 kilómetros. El presente estaba siendo un tanto plomizo pero el futuro inmediato se avistaba deslumbrante. 


Antes de empezar el último tramo de subida, recibí un par de amagos de calambres que no pasaron de ahí. Nada preocupante mientras se navegue por mares en calma. 
Según mis cálculos, quedaban unos 6 kilómetros ascendentes con un porcentaje medio del 3,5% y el resto ya era bajada. No tenían que ser duros pero para mi lo fueron bastante. Había poco desnivel pero soplaba viento en contra y yo siempre pierdo contra el viento. 
Ahí sí que empecé a notarme cansado de verdad, de arriba y de abajo. Era el momento de la mente, de buscar algo que pudiera darle a los pedales. Si algo dignifica a los deportistas de a pie es la fuerza de voluntad y la ambición que tienen para ir superando las dificultades que van surgiendo en el camino. Hablando en plata: tener que sufrir para poder disfrutar. Y eso no es fácil, es casi imposible. Significa depender de uno mismo y saberlo. Significa tener que liberarse a ratos de todo lo demás. Significa ganar al cansancio y a la pereza y pactar las tablas con la suerte. Significa ser superior a todo lo anterior y darle chispa al cuerpo y a la cabeza, sobretodo a la cabeza. 


Pero no todo iba a ser rodar, comer y beber. También tuve que arreglar un pinchazo que tuve en plena bajada, cuando únicamente faltaban 8 kilómetros para llegar a la meta. Por suerte, solventé rápido el percance. Y es que todo no puede salir perfecto. Eso lo saben mejor que nadie los padres de tres niños o cuatro niñas, por ejemplo. 
Los últimos kilómetros, los de la satisfacción y el recuerdo, los hago con un grupo de 4 integrantes más. Se intuía un sprint final sano del que tenía ganas de ser partícipe pero me coloqué para avanzar y tracé mal una de las últimas curvas. Por allí me perdí. No obstante, mi desgracia me anima. Ya me tocará otro día, más adelante, quizás cuando se repartan más premios. 
La batalla acabó por todo lo alto, con varios centenares de soldados exhaustos y, por suerte para todos, con un único muerto: la mañana del primer domingo de noviembre. 



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