A pesar de que no había mucha gente, salí desde atrás del todo y no me obsesioné con avanzar puestos, ya que conocía parte del recorrido y sabía que en cuanto llegara la primera rampa seria del día, muchos de los que iban por delante empezarían a perder fuelle. Y así fue. Los del montón aminoramos la marcha intentando que el corazón no se fuera de su sitio mientras los que iban a batirse el cobre se marchaban calle arriba como liebres. Si el destino no es eso, se le parece muchísimo. Una corriente oceánica que retiene a unos y empuja a otros.
En poco menos de cinco minutos ya se había formado el grupo de los elegidos, de aquellos que casi podrían atropellarte si se lo propusieran. A falta de acontecimientos extraordinarios que rompan el guión, de imprevistos que les obliguen a sobreesfuerzos, a falta de locos que quieran ser héroes o muertos, los mejores siempre ganan.
Algunos de ellos, viejos conocidos, llevan muchos años arriba del todo y no parece que tengan ganas de bajarse. Los campeones de larga duración tienen un mérito que trasciende de su talento. Son tipos con aura que escapan a las trampas invisibles y que nunca se rompen el radio o el trocánter.
Yo, por mi parte, bajé un poco el pistón porque me notaba muy forzado y aún quedaba mucho. Encontré mi sitio en carrera pero me estaba costando demasiado esfuerzo. Me emparejé a otro corredor y estuvimos jugando al gato y al ratón durante un buen rato.
En las subidas, si hubiera tenido una cuerda se la habría enlazado en el pescuezo. En las bajadas, lo rebasaba pero no conseguía cortarle. Decidí pensar que él tenía más fuerza de la que estaba enseñando y que en cualquier momento podría dejarme ahí tirado. Cara de póquer. Quien menos se cansa, quien menos se deja atrapar por el agotamiento, mantiene siempre un punto de lucidez por encima de los demás, sin que necesariamente sea por ello un finísimo estratega.
Terminó por irse mientras yo repasaba lo que aún quedaba justo al llegar al segundo avituallamiento. Casi todo hacia abajo y poco hacia arriba pero la subida era un kilómetro seguido sin descanso.
Lo afronté como pude y cuando encaraba el último descenso del día, tropecé con una piedra y me caí. Por suerte, nadie me vio o al menos eso sigo creyendo todavía. De estas situaciones, como el resbalón ridículo e inesperado que nos deja sentados en plena calle, sólo se puede salir airoso con una sonrisa que se disimule entre las carcajadas de los demás, ya que otra actitud sólo sirve para engrandecer el espectáculo. Únicamente está permitido llorar por el ridículo perpetrado en la soledad del dormitorio.
Me levanté sin rasguños aparentes y corrí hacia la meta, donde algunos habían dejado de sudar hacía rato. Los vencedores tienen eso tan difuso que se conoce como clase y que permite a sus portadores sufrir con auténtica hermosura. Sé que suena raro pero es que no tienen otra manera de ganar. En estas carreras es donde uno se va forjando poco a poco, sin prisa y con cabeza. La madurez no es más que descorchar el champán sin rociar a las azafatas, cruzar la meta el primero y alzar los brazos sin más aspavientos o simplemente tocar tierra y ser consciente de lo que hiciste y analizarte, saber si estuvo bien o estuvo mal, si pudiste dar más o te lo dejaste todo.
Pude hacerlo mejor y así me lo propuse en los días previos. Me faltó algo, como casi siempre, pero darle más vueltas ya no me servirá de mucho. Siempre es tarde cuando se llora.
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