Me dolían casi todas la partes del cuerpo aunque el día antes puse especial atención en ponerme cremas frías, comer y beber recuperadores y tomarme un antiinflamatorio antes de acostarme.
Estaba literalmente destrozado y con ganas de nada. Incluso llegué a pensar en no presentarme en la salida. Se puede andar mal de inspiración o de talento pero la falta de pasión resulta imperdonable. Morder es el mínimo requisito para quien se mide a un adversario superior, que son casi todos, o a un recorrido demoniaco, que los hay a patadas.
El problema era únicamente mío. No hay buenas ideas sin buenas piernas ni se puede exigir demasiado valor a quien le escasea el aliento.
Para colmo, se disputaba la etapa reina y tocaba recorrer casi ochenta y tres kilómetros con un desnivel positivo acumulado de dos mil tres cientos metros.
Según mis cálculos, si ayer estuve casi cuatro horas y media encima de la bicicleta, hoy podría irme hasta las siete.
La meteorología parecía algo mejor que la de ayer pero decidí ponerme un cortavientos encima del maillot y me llevé la mochila para guardarlo por si pasaba calor.
El orden de salida de la etapa se estableció según la clasificación del día anterior, así que me tocaba salir de los últimos, cosa que no me desagradó en absoluto aunque tampoco cambió nada: se volvió a salir a cuchillo. Cuando quise ver si íbamos tan rápido como ayer, vi que el cuentakilómetros no funcionaba. Lo recoloqué varias veces pero seguía sin marcarme nada. O se había roto o el sensor se habría movido. El caso es que sufrí el primer contratiempo (leve, para que engañarnos) nada más empezar.
Un llano muy largo nos llevó hasta las calles de Viguera, donde empezó una subida por rampas hormigonadas con pendientes de hasta el veinticinco por ciento. Acabada esta tachuela, llegaba el primer avituallamiento, en el que tampoco me paré, y seguidamente la calzada romana que une Viguera y Torrecilla en Cameros. Si bien nos dijeron que era un tramo bonito de hacer, también nos advirtieron que habría tapones y que se convertiría en una ratonera con tanta gente. No fallaron nuestros guías. Tardé una hora en poder recorrer siete kilómetros, la mayoría a pie, obviamente. Además, hubo algún accidentado serio que tuvo que ser evacuado.
No recuerdo como fue pero noté que la cala de la zapatilla derecha se me torció al rato de pasar por el segundo avituallamiento. Estaba llena de barro y uno de los tornillos se había perdido. Me resultaba imposible arreglarla en ese momento y la única opción era hacer los cuarenta y cinco kilómetros restantes sin calar el pie derecho. No era un drama insalvable pero era un momento delicado.
Además, también me di cuenta de que había perdido la barrita que tenía previsto comerme en pocos minutos. Estaba siendo golpeado por el fuego de morteros. Así ataca de vez en cuando el infortunio, con artillería ligera.
La verdad es que al principio se me cayó la casa encima. A veces ocurre. Y para que suceda no es necesario saltar sobre el tejado. De pronto, el techo se viene abajo, vaya usted a saber por qué: movimientos sísmicos, pensamientos negativos o simplemente por el aterrizaje de un raquítico gorrión.
Existe la certidumbre de que, en un mundo tan caprichoso como el que nos ha tocado conocer, sólo hay dos maneras posibles de soportar la injusticia, sea divina o humana: resignándose a sufrirla o aliándose con ella. Por eso me recomendé ponerme bailar y dejar de pensar en la muerte. Por eso en mitad de un naufragio cualquier tabla astillada puede resultar tan acogedora como un camarote con balcón.
Dándole vueltas a la cabeza casi me olvidé de Moncalvillo. Había que trepar por el mismo muro que ayer pero por otra vertiente. Sólo deseaba dos cosas: que la subida fuera más sencilla y por pista ancha (sin calas en subidas técnicas tienes poco que hacer) y que no hiciera tanto frío. Lo primero lo conseguí aunque la ascensión se me hizo más larga. Igualmente, los repetidores de Moncanvillo seguían ahí, intuyéndose entre la niebla pero hoy sin lluvia, al menos. Cuando lo coroné llevaba ya cinco horas de carrera pedaleando sin descanso pero moviéndome como un autómata, sin sentimientos y sin pizca de fe.
El siguiente paso era bajar por el Sendero de las Neveras, que era una bajada muy técnica y larga y que pude completar a mi ritmo, sin apearme de mi máquina y sin muchos problemas.
De ahí a meta, casi lo mismo que el primer día pero con más tralla en el cuerpo.
Los últimos cuatro kilómetros los hice con dos participantes más. De cachondeo, acordamos que nos jugaríamos la victoria al sprint. Les advierto que ayer ya gané uno pero que hoy voy con un pie sin calar y que esa era su ventaja. Nos reímos los tres y vamos dándonos relevos hasta el tramo final. Aguantamos el ritmo y habíamos llegado demasiado lejos como para dejar de luchar aunque en juego no hubiera nada. Cada uno contaba con una esperanza y con un plan. Cada cual tenía una bala. La que acertó fue la mía, otra vez. Llegué a meta tras más de seis horas y media de etapa y habiendo disputado otro sprint inútil.
"Y ahí está con el dorsal 719, Iván Fernández Murillo, llegando a meta...", escuché. El speaker me había nombrado. Supongo que es una de las ventajas de llegar en el grupo de los cadáveres.
Mis dos compañeros habían llegado mucho tiempo antes que yo, igual que el día anterior. No sufrieron ningún percance y llegaron sanos y salvos. No esperaba menos de ellos.
Sumé cansancio al cuerpo pero sabía que la misión estaba casi concluida. En ese momento cambió mi estado de ánimo. Me vine arriba mientras iba caminando hasta el apartamento tras dejar en el pabellón la bici limpia, engrasada y ajustada para el día siguiente. Fue media hora de paseo tranquilo y con la alegría de saberme casi superviviente.
Arreglé tranquilamente el problema de la cala e igual que ayer, los tres lo dejamos todo listo para la última pelea y nos fuimos a descansar pronto.
Leí una vez que en las competiciones por etapas nunca debes fiarte del último día, por más sencillo que te parezca. Hay que acabar como sea, se dice siempre, y a eso se le llama tenacidad, que no es más que la certeza de que, se gane o se pierda, uno cumple con su obligación.
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