Amaneció con frío, nubes y viento y no sé como vestirme. Esta época del año es la peor para elegir la ropa adecuada. Creo que no lloverá y que a medida que pasen las horas se abrirá el cielo y no hará tanto frío aunque ahora sople bastante viento. Optimista como nunca.
Me visto de verano pero debajo me pongo una camiseta de manga corta. Decido que hoy no me llevaré mochila y las barritas y los geles me los guardo en los bolsillos del maillot.
Hacemos el trayecto desde el apartamento hasta el pabellón en bicicleta y tengo algo de frío. Llegamos a la parrilla de salida y veo que la mayoría de la gente va muy abrigada. No hay vuelta atrás y sólo espero que mi previsión se cumpla. Pensándolo ahora, si los vascos iban abrigados es que hacía frío.
Los mil cien participantes se dividen en cinco bloques para tomar la salida según la franja de edad y/o los puntos que tengan. Yo ni tengo puntos ni estoy federado. Soy un infiltrado con derecho, básicamente. A mis dos compañeros les toca salir por la primera puerta con los profesionales y a mi por la tercera. Estoy en la mitad del meollo y no me gusta un pelo.
Se da la salida y la gente va a fuego. Arrancan como si lo fueran a prohibir y me van pasando a pilones por todos los sitios. El público nos anima y de qué manera. Tomo precauciones para no caerme o que me tiren y me aparto a un lado, aunque haya baches. En el llano se va muy rápido y aquí casi todos parecemos buenos. Desde aquí os digo que ya le podéis dar las gracias a los rebufos y a la física. Mi cuentakilómetros marca algún pico de treinta por hora a pesar de que tenemos viento en contra. De locos.
No sé porque hay tanta prisa teniendo en cuenta que nos esperan casi sesenta y un kilómetros con algo más de mil ochocientos metros de desnivel positivo acumulado.
En el kilómetro siete llega el primer tapón de los infinitos que habría a lo largo de los tres días. Se trata de una subida de pista un poco estrecha, con pocas piedras y menos regateras pero que no parece complicada. En estos casos, suele ocurrir que a la que uno se para o se cae, el resto no tienen más remedio que imitarlo. Y con tanta gente se forma un parón importante.
Me sorprende ver la cantidad de averías que sufre la gente. Unos arreglan pinchazos, otros toquetean el cambio o hurgan en la cadena. Hasta los más preparados sufren percances de distinta índole. El destino, ya lo dicen, es un nido de ametralladora. La suerte, siempre la mala, no distingue entre soldados y capitanes. Caemos todos.
La carretera picó hacia arriba desde la salida hasta el kilómetro veintiocho, más o menos. Lo que ocurrió fue que a medida que esta se inclinaba más y que los caminos se retorcían, los grupos se fueron desmenuzando y el pelotón pasó a ser un lento hormigueo monte arriba.
Por lo que a mi respecta, iba bien de fuerzas aunque estaba medio helado. El viento seguía soplando de lo lindo a pesar de ir buena parte de la subida camuflados entre bosques. No quería irme de punto y menos aún sin conocerme el recorrido.
Viendo que sería largo, desconecté y empecé a pensar en mis cosas. La subida tampoco requería mucha atención puesto que no era dura ni complicada.
Obvíe el primer avituallamiento porque tenía comida y bebida de sobra pero empecé a tener mucho frío. Había que ascender hasta Moncalvillo (1495m) y luego el resto de la carrera era picando hacia abajo. Quedaban aún cinco kilómetros de una subida que se hizo larga y empezó a llover.
Si el fin del mundo existe, se parece mucho a lo que vi allí arriba. Niebla baja y espesa, lluvia fina, viento gélido, nubes negras y gente dándole a los pedales. Una especie de Mordor a la riojana. Dejé de sentirme los dedos de las manos, se me heló la cara y las piernas y los brazos me pinchaban. Pasé un rato muy malo y un frío terrible y en ese momento tenía que afrontar una bajada técnica sin tacto en los dedos.
A medida que íbamos bajando, la temperatura subía y también volvían a aparecer los tapones. Encaramos un tramo que hubiera sido muy divertido de haberlo hecho entre cuatro amigos. Sendero estrecho con algunas piedras y raíces y flanqueado por una acequia y una alambrada. Mi misión aquí era no caerme hacia ninguno de los dos lados, está claro. Lo cierto es que era más complicado pedalear que caerme porque con tanto tráfico era imposible rodar más de veinte metros seguidos.
En el segundo avituallamiento sí que me paré para llenar reservas. Al retomar la marcha, se empezaba un descenso por pista ancha con piedra suelta. Embalarte era sencillo y temerario. Lo hice sin querer y casi me cuesta la carrera. Arriesgar sin creer mínimamente en tus opciones es tan peligroso como afeitarse con una katana. Disfrutas del apurado hasta que aparece el primer punto de sangre. Ahí es cuando se plantea la encrucijada: aterrarse o disfrutar del lunar rojo. Y a mi, sinceramente, no me gusta el rojo.
Por suerte, salvé una caída seria y aún no sé como. Solté los pies, frené con los dientes y creo que hasta cerré los ojos. Los milagros existen y los insensatos también.
Siguió un llano largo de los que a mi me gustan y enlazamos con el tramo final que luego resultó ser común en las tres etapas. Un sube baja constante por pista a ratos ancha y a ratos más técnica, seguido de unos cinco últimos kilómetros muy favorables.
En una de esas bajadas, sufrí el primer percance serio y me caí en un zarzal. Me magullé las piernas y la bicicleta se vino conmigo. Chapa y pintura, que dicen los profesionales.
En ocasiones, no muchas, la furia es la respuesta y el choque es el efecto. Mejor será morir con vendas que vivir sin gloria, dicho sea metafóricamente.
El decorado de vallas y carteles anunciaba la inminencia de la pancarta final, una especie de Ítaca con azafatas invisibles pero con muchos voluntarios entregados a la causa.
Al final, conseguí resistir las embestidas de un recorrido que me resultó muy fatigoso y pude cruzar la meta ganando un sprint insignificante a dos corredores más.
Comí, me duché, me cuidé tanto como supe y me puse a pensar mientras intentaba dormir. Un día menos. Una cana más.
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