En el cajón de salida de
las carreras suelo mirar a mi alrededor. He aprendido que empaparme de lo que
se habla en las prolegómenos puede resultarme bastante útil. Intento percibir
el nivel de los que tengo más cerca y me gusta escuchar las conversaciones,
sobretodo si hablan del ritmo que pretenden llevar o si comentan cosas
concretas de partes del circuito como la longitud de una subida o el estado de
una trialera.
Al disputarse cuatro
carreras el mismo día y al haberme apuntado a la más corta y sencilla, imaginé
que la gente más experta en estas lides llevaba ya un buen rato disfrutando y/o
sufriendo por los interminables toboganes de l'Ardenya. Mientrastanto, yo justo
acababa de hacer un buen calentamiento para apaciguar el suave fresco que
hacía. Así pues, y echando un vistazo rápido a lo que se movía cerca de mí, lo
cierto es que no se notaba mucho ambiente competitivo para la disputa de la
carrera de diez kilómetros.
Tanto es así que nadie
quería ponerse en la primera línea donde sólo unos pocos estábamos ubicados,
justo debajo del arco de salida. Sabiendo que mi sitio no estaba ahí, hice
ademán de retroceder unos metros pero ya era demasiado tarde: sonaron las cornetas
y tocó picar espuelas.
Visto el panorama, salí
casi de los primeros sin quererlo y pronto vi que la carrera tenía mucho de
popular: no había pasado ni un kilómetro y, sorprendentemente, estaba entre los
diez primeros. La marcha no era trepidante, como es de imaginar, y los tres
primeros kilómetros los hice en doce minutos pelados. Además, iba escalando
puestos lentamente y sin apenas esfuerzo.
Así, y casi sin darme
cuenta, había completado la parte más sencilla de la prueba y me encontraba en
tercera posición. El segundo clasificado lo tenía a la vista aunque algo lejos
y por detrás escuchaba muy de cerca a la manada pisar las hojas secas que
cubrían cada metro del terreno que recorríamos. Todos callados y formando una
rigurosa fila india. Cada ego tenía su parcela y no invadía la del otro.
Llegué al primer repecho
importante del día y conseguí distanciar a los que me rezagaban sin fatigarme
ni cambiar la intensidad de mi marcha. Afronté la pendiente como si se tratara
de un entrenamiento más, de una subida cualquiera. Miré de soslayo un par de
veces y no vi a nadie. Iba tercero. Todo estaba saliendo demasiado bien.
En este punto, quien sabe
si por la emoción o por la inconsciencia, empecé a creerme que podía hacer un
buen resultado, el mejor de mi corta historia deportiva. Si me aguantaba el
físico y no perdía de vista al segundo, podría apretar al final y cogerlo. Si
seguía a este ritmo y teniendo en cuenta que no venía nadie por detrás, podría
incluso hacer podio. Si me adelantaba alguien, no pasaba nada porque a lo mejor
podría seguir quedando entre los cinco primeros. O quizá entre los diez. Sería
un buen puesto, fuese el que fuese. Quedaba la parte más dura pero los que
tuvieran que cogerme tendrían que recuperar mucho terreno. Hice tantas cábalas
y pensé en tantas combinaciones que no me hizo falta cantar mentalmente como
otras veces de lo entretenido que estaba. Estuve fantaseando como hacía tiempo
que no me sucedía. Volver a casa triunfante es uno de esos placeres que el
destino reserva sólo a los más afortunados y a lo mejor, por fin, había llegado
mi día tras tantos esfuerzos.
Pero tras la virtud llegó
el pecado. Imagino que le di tantas vueltas y que me revolqué tanto en mi
jardín, que me abstuve por completo de todo lo demás y me perdí. Entre flechas
blancas esbozadas en la tierra, puntos azules marcados en árboles y piedras y
cintas rojiblancas enganchadas en las ramas, llegué al avituallamiento y me
advirtieron que iba al revés. También me dijeron que iba el primero y que no
había pasado aún nadie por allí.
Ahí se enterraron todas
mis esperanzas. Me había equivocado de camino y había atajado sin
quererlo. No supe cuanto pero estaba claro que el trecho era importante porque
miré hacia atrás muchas veces y no había ni rastro de nadie más. Tampoco me
paré a pensarlo y seguí dando inútiles zancadas. Me quedaban unos kilómetros de
castigo por mi despiste. Un castigo más que merecido, pensándolo bien. Mis
buenos propósitos y mi esfuerzo dejaron de tener sentido.
Aflojé el ritmo
inconscientemente por el hundimiento anímico que me supuso verme fuera habiendo
estado tan adentro. Al cabo de pocos minutos se me juntó un grupo de
cuatro integrantes. Los dejé pasar y los estuve observando durante un rato.
Ninguno de ellos era alguno de los dos primeros clasificados. No me sonaba su
vestimenta y el ritmo que llevaban era del montón, como el mío. Tras
recorrer unos metros les pregunté si se habían perdido. Me respondieron que
quizás sí pero que ya daba igual, que estaban a punto de llegar. Incluso hablaron
entre ellos para disputarse la carrera en la recta de meta. Llegué detrás de
ellos y paré el reloj. Marqué un tiempo de cuarenta y cuatro minutos y treinta
segundos. Ocho kilómetros con setecientos sesenta metros. Me faltaba un
kilómetro y medio, más o menos. Ya me cuadraba todo.
Me dirigí a la mesa de
cronometraje y les expliqué lo que había pasado. A grandes rasgos, les dije que
me había confundido y que había hecho trampa sin quererlo. Me dieron las
gracias por decirles la verdad y también me felicitaron irónicamente porque me
había saltado la parte más dura del circuito y porque me equivoqué para bien:
al menos no corrí más kilómetros de los que tocaban.
Mientras me lamentaba
amargamente por mi error, empezaron a llegar, ahora ya sí, los primeros clasificados,
alcanzando tiempos lógicos para la distancia que se recorría. El hormigueo de
corredores era interminable en una de las carreras más famosas, con mejor
recorrido y mejor organizadas de todas las que se disputan por la zona.
Gestionar el estrés es tan
importante como gestionar el cansancio y no supe hacerlo bien el día que mejor
iba todo. En la clasificación no hay ni rastro de mí. Descalificado,
obviamente. Lo cierto es que me lo merezco y me atribuyo todas las culpas.
Siempre digo que perdiendo se aprenden muchas más cosas que ganando.
Así acabó y así me fui,
sabiendo que por un error que nunca pensé que cometería, no he podido hacer la
mejor clasificación de mi vida en la que tal vez sea la última carrera del año.
Con un sentimiento mucho más triste que el de perder. Con la terrible sensación
de que me he quedado sin la mitad del invierno, con lo que a mi me gusta. Y acaba de empezar.
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