Consciente una vez más de lo que puedo dar y de lo que soy, mi planteamiento no podía ser otro que recorrer, sin pausa pero sin prisa, metro tras metro. Uno no es más que eso: un motor diésel de gama baja pero que no sufre averías.
Las pretensiones, pues, estaban claras de antemano. El buen hacer es el primer atajo, el mejor camino y, aunque los buenos propósitos no eliminan la posibilidad de fracaso, al menos aseguran la felicidad del viaje.
Probando la bicicleta justo antes de empezar, me percaté de un fallo mecánico garrafal y sólo achacable a quien escribe. Cambié la cadena debido al desgaste que llevaba pero no recordé revisar otros elementos directamente relacionados con ésta. Conclusión: me quedé sin poder usar el plato mediano y las dos coronas inferiores de los piñones porque la cadena saltaba y existía un claro riesgo de romperse. Tendría que hacer la primera etapa con la mitad del juego de marchas y en caso de acabar bien el día, intentar solucionar el problema un Viernes Santo por la tarde. Un plan genial.
Me alisté a sólo diez minutos de que se diera la salida y me ubiqué muy atrás en la parrilla, con la gran mayoría de las 700 bicicletas presentes por delante. El ambiente era cordial, sano y nervioso, como suele ocurrir en este tipo de carreras. Algunos creen que estaría bien que los ciclistas se retaran antes del banderazo de salida, como los boxeadores, pero no es posible. Sin quererlo, nos convertimos en amigos circunstanciales. Falta esperar que algo grande se interponga entre nosotros. Una cruel montaña podría valer.
A partir del toque de cornetas, mi batalla fue constante y hubo muchas heridas, algunas invisibles. Y éstas, aunque puede decirse que empezaron con la limitación expuesta antes, continuaron cuando no podía seguir los ritmos iniciales de la manada porque mis piernas no se correspondían con mis deseos. Quise tirar de plato grande para avanzar posiciones sin haber calentado y pronto empecé a quedarme sin aire, así que tuve que rebajar rápidamente las pretensiones. Hay flechas que salen con ventosa.
Tocaba asegurar el tiro y dosificarse. Con esa idea llevaba transcurridas casi un par de horas que me resultaron un tanto aburridas. El recorrido me parecía bastante soso y me costaba restar kilómetros. El punto de inflexión mental previsto tenía que ser sobre la mitad del trazado y lo fue, pero no por lo que tenía que haber sido, sino porque me caí.
En un descenso rápido pero sin peligro alguno, al acometer un giro a la derecha, frené demasiado con la rueda delantera y me di de bruces contra el suelo. Caí lateralmente y me arrastre unos cuantos metros por un terreno duro y seco. Me golpeé y me rasqué las rodillas. La derecha, concretamente, empezó a dolerme y se me acabaría hinchando con el paso de las horas. También me desanimé y mucho, no voy a negarlo. Me volví a quedar pasmado, burlado de nuevo por el destino.
Se encendieron las alarmas, como es natural. Me anticipé al efecto de la crisis y acepté que mi carrera estaba muy cerca de cambiar. Tomé referencias mentales. Miré al cuentakilómetros varias veces e hice lo propio con mis lastimadas rodillas. Traté de averiguar el ritmo de la pérdida, de avistar lo que faltaba ante tan repentina debacle porque no estaba ni a la mitad del camino. Viví, en resumidas cuentas, todo lo que puede darte una bicicleta. Y eso tiene un valor incalculable.
A partir de ese instante se escribieron dos novelas. Una de superación, sobre la soledad y la desgracia del corredor de fondo, y otra de intriga, sobre la ambición y el deber de quien quiere derribar un muro.
Retomé la marcha con poco ánimo. El trazado no ayudaba mucho y los kilómetros seguían pasando lentos. Las fuerzas no me acompañaban y eso que estaba bebiendo y comiendo continuamente. Los problemas de mi bicicleta seguían ahí pero ahora aliñados por el polvo que íbamos tragando todos y que se colaba por cualquier sitio imaginable.
A esas alturas andaba uno bastante desmadejado, fulminado por el desánimo. Estar tanto tiempo a la deriva me demostró una vez más, y ya van unas cuantas, que se corre con la cabeza aunque las piernas siempre tengan algo que ver.
Para colmo, volví a caerme cuando quedaban unos quince kilómetros para llegar. Esta vez con público pero, afortunadamente, sin daños. La integridad quedó a salvo. El prestigio, no tanto.
Cuando faltaba poco para llegar al destino, empecé a sufrir calambres y tuve que apearme forzosamente de la bicicleta. Lo peor es que estuve un buen rato intentando volver a montarme porque mis piernas no me lo permitían. Estaba totalmente tieso. Y desde ahí hasta la meta, los malditos seguían ahí, asomando el hocico en cada pedalada.
Poco tiempo después y tras cuatro horas de carrera, llegué a mi destino sin ánimo ni fuerza, como el que abre la puerta de casa pensando en encontrar su cama justo detrás, después de un día para olvidar.
En cualquier recodo se esconde una oportunidad. Esta vez faltaron energías y herramientas y sobró la mala suerte, pero es posible que en otra esquina coincidan las opciones, el trasiego y los valientes. Poco tiempo después y tras cuatro horas de carrera, llegué a mi destino sin ánimo ni fuerza, como el que abre la puerta de casa pensando en encontrar su cama justo detrás, después de un día para olvidar.
Yo sigo creyendo que hay que llegar hasta el final, hasta donde tu bicicleta diga basta. "No dejar de pelear hasta que la pelea termine". Lo dijo Eliot Ness.
Bien
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