Una semana después de los cien kilómetros de la Extreme Gavarres en BTT, volvía a correr en la Marxa Popular de Vall-Llobrega.
Fue la primera carrera de montaña a la que fui el año pasado y como la conjunción de recorrido, precio, proximidad (a cinco minutos de casa en coche) y organización, entonces fue óptima, decidí que repetiría y así fue.
Igual que antaño, me decanté por el recorrido largo aunque esta vez pasaba de dieciséis a veintiún kilómetros, lo que me llevaría aproximadamente a correr media hora más.
Esta vez me notaba mejor preparado pero el haber disputado siete días antes una carrera de siete horas en bicicleta, hacía que no estuviera lo suficientemente descansado.
Como todo esto ya lo sabía, no me fustigué mucho y lo afronté con toda la calma del mundo, sólo con el objetivo de conocer nuevos caminos útiles en un futuro y de mejorar mentalmente.
Lo duro, como imaginaba, fue al principio. Los nueve primeros kilómetros, exceptuando un par de bajadas realmente técnicas, picaban hacia arriba. Por ahí vagaba, entre zancadas largas y lentas que me permitieran desgastarme lo mínimo posible mientras enfilaba auténticas paredes repletas de raíces y piedras sueltas.
A pesar de mi continuo afán por dosificarme, creo que a lo largo de esa primera hora de carrera se escurrieron las pocas fuerzas con las que me presentaba en la salida. Sin duda fue lo que me dejo más tocado. He aprendido a resistir en base a gastar lentamente. Nunca podré ganar nada pero siempre consigo llegar a todas las metas. Es mi pequeño gran mérito.
Con el depósito en reserva a pesar de avituallarme constantemente, sabía que encaraba un tramo cómodo que podría permitir recuperarme. Estaba solo. Nada por delante y nada por detrás. Ni huyendo ni persiguiendo. Había que tirar con lo que había y acortar con la cabeza lo que no se pudiera con las piernas. Y no caer en el vacío. La mente está llena de curvas sin señalizar.
Tocaba siesta, pereza o dosificar esfuerzos. Desliz o virtud. Podría elegir la excusa para escribir la historia pero no tuve tiempo de pensarlo mucho. Apenas cuatro kilómetros duró el descanso antes de volver a afrontar de nuevo muros de postín que durarían otros cuatro kilómetros más.
Llegué al techo del día como buenamente pude y sólo me quedaba bajar, ya cansado y con poco ímpetu. Las zancadas eran torpes y los reflejos sosegados. Cuando correr deja de ser rentable se corre cada vez menos. Y se pierde el ritmo y se extravía la fe.
Tras veintiún kilómetros y ochocientos cincuenta metros de desnivel positivo, paré el cronómetro. Aunque fue un tiempo peor del que creo que podría haber hecho, pude aguantar mentalmente en lo que dos horas antes pintaba que sería un mal día en la oficina.
La conclusión fundamental es que no somos mejores con el paso de los años. Somos más lentos. A eso hay quien lo llama madurez y, en algunos casos, sabiduría. La lentitud se confunde fácilmente con la reflexión. Por eso a veces los relojes no valen la pena.
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